Les compartimos el primer cuento del libro A lo mejor soy otro de la autora Gloria Portugal. 

Sobre la autora: Gloria Elizabeth Portugal Pinedo 1976, peruana, licenciada en Educación por la Universidad Nacional de Trujillo con especialidad en Lenguas Extranjeras. Ha publicado los poemarios Insanías (2010), ganador del II Concurso de Poesía de Mujeres Scriptura, y Estrellas en el cielorraso (2016). El 2014 ganó el primer premio en la VI Bienal de Cuento Infantil ICPNA, por su libro Cuatrojos.

Poemas y cuentos suyos han aparecido en la Antología general de la poesía en La Libertad (1918-2018), y en la antología Cuento Liberteño, panorama actual (2019), respectivamente.

 

Los patos mandarines

Es otra noche de esas en que papá ha llegado cansado y mamá le ha preguntado qué le pasa, por qué está tan serio y si está enojado con ella. El niño ya sabe lo que sigue: papá va a decir que no le pasa nada, pero mamá insistirá. Él terminará su cena y se dirigirá al estudio a encender la computadora. Entonces mamá irá detrás de él y le exigirá que le diga qué tiene porque seguramente ella ha hecho algo que le ha molestado y que por favor se lo diga para no volverlo a hacer. Papá le preguntará por qué cree eso, ¿acaso ella es el centro del mundo? Ella le contestará que como si no supiera que él siempre se molesta por algo que ella hizo o dijo y que le diga las cosas de frente. Luego papá se quedará callado, pero mamá seguirá hablando. Le dirá que ya se dio cuenta de que él ya no la quiere, porque cómo va a querer a una mujer gorda y fea, si seguro ya conoció a otra mujer y por eso él está así de indiferente y no le ha preguntado ni siquiera cómo le ha ido ese día. Claro, como lo que ella hace no es importante. El trabajo de él es lo único que cuenta. Ella es una inútil que solo sirve para cocinar, plancharle la ropa y criarle al hijo. Luego, mamá notará su presencia y lo mandará a dormir. Él obedecerá. Irá a su cuarto, pero no podrá conciliar el sueño.

El niño no sabe que esta vez se equivoca en sus predicciones.  Esta noche ha comenzado igual, pero terminará de un modo distinto. Sin embargo, las cosas no han sido siempre así. El niño cree que desde que trajo los patos mandarines a su casa, sus padres han peleado menos.

Los vio una tarde en el bazar de junto a la escuela, a la salida: una pareja de patos de porcelana de no más de diez centímetros de altura. Le gustaron sus colores. La cabeza de uno de los patos era verde, marrón y azul y parecía que tenía barbas doradas. El otro también era hermoso, aunque menos colorido. Después supo que este último era la hembra.

Al notar su interés, el dueño de la tienda se le acercó. Le dijo que eran patos mandarines traídos de la China. El niño le preguntó cuánto costaba el pato de más colores, pero el señor le contestó que no se podía separar a los patos mandarines. Si estaba interesado en uno, tenía que comprar ambos ya que eran macho y hembra. Además, le explicó, tenían poderes especiales: mantenían unidas a las parejas. Solo había que tener un poco de cuidado al usarlos. No se podía separar a los patos, puesto que entonces la pareja también se separaría. Debían permanecer juntos y mirando hacia la misma dirección… Al niño le sorprendió que objetos tan útiles como aquellos costaran tan poco: con una semana ahorrando sus propinas iba a tener suficiente para comprarlos. Y los compró. Y los llevó a casa. Los escondió en su cuarto porque quería comprobar si lo que le había dicho el señor de la tienda era verdad.

Como eran pequeños, los pudo esconder debajo de su cama. Los puso uno al lado del otro, tal cual le habían dicho. Esa noche sus padres no pelearon. Cenaron juntos, se contaron lo que habían hecho durante el día y papá le puso el brazo sobre los hombros a mamá mientras veían las noticias en la tele. El niño se fue a dormir tranquilo porque supo que mamá no se pondría a llorar, y cuando él se levantara al baño en la madrugada y espiara por la rendija que había descubierto entre el marco de la puerta y la pared, sus padres estarían durmiendo. Mamá no estaría sentada en el borde de la cama abrazada a una almohada, sollozando. Y papá no estaría de pie, mirándola con odio.

No obstante, dos noches después volvió a suceder. Lo despertaron unos ruidos en la habitación de sus padres. Al espiar por la rendija, vio a mamá rompiendo unos papeles con violencia. Papá estaba recostado de espaldas a ella, pero no dormía. El niño lo sabía porque papá suele roncar fuerte y si no lo hacía era porque no estaba dormido. Además, mamá sollozaba y se sorbía los mocos. Fue a ver a los patos y los encontró volcados, mirando para lados opuestos. Seguro que, al barrer debajo de la cama, mamá los había empujado con la escoba. Qué suerte que no los descubrió. A veces mamá no tenía tiempo para barrer bien. O sea que los patos sí tenían poderes. De ahora en adelante tendría más cuidado. Buscaría un lugar mejor para ellos.

Encontró un buen sitio en la vitrina del comedor. Mamá guardaba dentro los platos que se usaban solo en ocasiones especiales. De modo que no se acercaría por allí al menos hasta Navidad. La puerta de la vitrina no tenía seguro y, como él ya era un niño grande, se subió a una silla y acomodó a los patos en medio de unas tazas, sin romper nada y mirando hacia la misma dirección.

El niño notó que a partir de entonces las cosas marcharon de maravillas. Mamá estaba contenta casi todo el tiempo. Papá le compró unas rosas que venían en una caja muy elegante y ni siquiera era su cumpleaños. Otro día, papá le dio a mamá un collar muy bonito. También le trajo una sortija que le quedó “bailando”, porque a pesar de que está un poco gorda, sus dedos son delgados y largos. Por eso la tuvieron que ir a cambiar a la tienda. Fue un día en que salieron juntos y regresaron tarde. Ese día, se quedó cuidándolo su tía, la hermana de mamá que estudia en la universidad, y se durmió antes de que sus padres regresaran.

Era bueno ver a mamá y papá contentos. El niño ya no sentía deseos de salir corriendo de la casa. Tampoco sentía aquella opresión en el pecho al escuchar los sollozos de mamá, o esas ganas de golpear su cabeza contra la pared cuando ella levantaba la voz y papá le decía que se calmara, porque mírate cómo estás, así no se puede hablar, parece que me odias, como si yo fuera tu enemigo y ya estoy cansado de que hagas problemas por cualquier cosa. Un día de estos de veras te voy a dar razones para gritar. ¿No entiendes que no tengo otra mujer?

Esas peleas no se habían repetido desde que el niño puso los patos en el aparador, entre las tazas. Pero un día empezaron a pelear de nuevo. Los gritos de mamá despertaron al niño en la madrugada. Parece que encontró algo extraño en el celular de papá porque lo tenía en la mano y se lo mostraba con la pantalla encendida.  Primero, papá no dijo nada. Estaba sentado contra el respaldar de la cama sin mirarla ni a ella ni al celular. Pero cuando mamá tiró el celular al piso, con tal violencia que lo despedazó, y comenzó a golpear a papá en la cara, él se puso de pie y tratando de esquivar sus golpes le juraba que no sabía nada de nada, que seguro había algún error. En eso el niño empujó la puerta sin querer y resultó que estaba abierta. Entonces mamá dejó de pegar a papá, abrazó al niño y lo llevó a su cama diciéndole que qué estaba haciendo despierto a esas horas y que se volviera a dormir, pero el niño lloraba sin saber exactamente por qué y no pudo dormirse de nuevo ni cuando mamá se acostó con él y no regresó a su habitación por el resto de la noche. Se quedó muy quieto. Entonces, al creerlo dormido, ella empezó a sollozar bajito, tapándose la cabeza con la sábana y dándole la espalda.

Al día siguiente, el niño fue al bazar a la salida de la escuela y le preguntó al tendero por qué los patos habían dejado de funcionar, por qué sus papás peleaban tan feo, si él los había puesto juntos, mirando al mismo sitio, y todos los días verificaba que no se habían movido. El señor le respondió que los patos mandarines servían para mantener unidas a las parejas pero que todas peleaban en algún momento. Le dijo, también, que el único modo de que no pelearan era que solucionaran sus problemas. Y como justo llegó un cliente en ese momento, lo despidió regalándole un caramelito de limón.

Ahora volvamos a esta noche en que papá ha llegado cansado y mamá le ha preguntado qué le pasa, por qué está tan serio y si está enojado con ella. Papá siempre llega cansado del trabajo, pero esta vez, además de cansado, está triste. Mamá le dice que la perdone por lo de la otra noche. Que no volverá a pasar. Que nunca más le va a pegar, que quiere cambiar su carácter, que se ha dado cuenta de que es demasiado celosa, pero es porque se siente tan insegura, si ella solo es una simple ama de casa, sin profesión, y encima gorda y fea.

Como papá no contesta y sale del comedor con dirección al estudio, mamá va detrás de él pidiéndole perdón. Llora, dice que es una inútil y un monstruo y que es justo que él ya no la quiera. Luego se molesta y empieza a gritar. Le dice que mejor todo se acaba ahí y que se busque otra mujer, porque ella ya no le sirve para nada. Entonces papá la coge del brazo y la conduce a la habitación de ambos y cierra la puerta. El niño, que los ha seguido hasta el estudio y ha presenciado la escena desde un rincón, como tantas otras veces, duda de su existencia. Se tapa los oídos con las manos, pero la opresión en el pecho es insoportable. Esto no puede estar pasando, se dice, los patos mandarines deben hacer su trabajo. Se dirige al comedor, no alcanza al interruptor para prender la luz, pero no importa. Trepa a una silla, abre la vitrina y coge los dos patos con una mano. Al bajar de la silla, no se explica cómo, da un traspié y cae soltando los objetos de porcelana que caen también y se parten en varios pedazos. El niño emite un quejido ronco. Siente que algo se rompe en su pecho haciendo gran estruendo, pero es la puerta de la casa la que ha sonado. Papá se ha ido dando un portazo descomunal.

Y mientras se incorpora, logra ubicar en la oscuridad la silueta de uno de los patos: la hembra, constata al acercarse lo suficiente, que solo tiene el pico roto. Del macho, no obstante, no queda ningún pedazo reconocible, solo un trozo de cráneo sin cara, que en la penumbra al niño le parece ver lleno de sangre.

 

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