El ritual de la noche sin luz


Marlon Pineda | Febrero 2024

Pablo Latino Guevara - Revista Alquimia

Marlon Pineda es un fotógrafo, escritor y periodista colombiano, especializado en la fotografía documental y urbana en blanco y negro, su narrativa se centra en personajes anónimos enmarcados en su cotidianidad. Su oficio como escritor y periodista lo lleva a crear imágenes que también cuenten una historia, su fotografía nos hace recuperar esas miradas a lo que nos rodea todos los días y darle más fondo a la forma de la realidad de la cotidianidad.

Vivir entre las circunstancias del tercer mundo a veces tiene sus ventajas, eran las 5:30 de la tarde cuando la pantalla del computador se apagó de repente mientras que el abanico destartalado, que funciona por alguna milagrosa combinación de cables unidos y sueltos, comenzó a bajar su marcha, y su ruido metálico se desvaneció poco a poco, trayendo consigo un silencio que antes no había sabido valorar. Se fue la luz, pensé, y aunque sabía que así era, decidí entregarme a la tentación de subir y bajar el interruptor del bombillo de la sala para comprobarlo, como cuando miramos a un muerto por la ventana del ataúd para asegurarnos que de verdad está muerto. 

Hubiera querido tener la omnipresencia de dios por un momento para ver el espectáculo, que ensayado, no hubiera salido tan perfecto. Decenas de personas en una sincronía imposible, salieron a la puerta de la calle para mirar a ambos lados y decirle al primero que estuviera a distancia de voz: “Nojoda, se fue la luz” Incluyéndome, cumpliendo de esa manera la última parte de la etapa de convencimiento del ritual, porque el costeño, para convencerse de algo, necesita verse en el otro. 

La siguiente etapa es el chisme, un arte que domina cualquier habitante de un pueblo del Caribe y que tiene tendencia a fusionar la realidad con la ficción, como Cecilia, que dos minutos después de ocurrir el incidente, informó a todos los espectadores de las puertas, uno por uno, dónde, cómo y qué había pasado: un cable de alta tensión se había quemado en no sé qué parte del más allá, agregando la sentencia negativa propia del chismoso: “Hoy no viene la luz” lo dijo con una seguridad, que parecía que ella fuera la encomendada a reparar el daño. ¿Cómo lo supo? Supongo que por alguna señal de telepatía divina, alguna percepción extrasensorial, algo en el plano de lo paranormal, tan normal en las cosas y la gente caribe. 

Ya estaba empezando a oscurecer en un día que ya de por sí estaba oscuro, unas nubes negras se habían estacionado encima del pueblo, amenazando con un aguacero que resultó en un viento húmedo. Estaba oscureciendo y se estaba cumpliendo la fatal premonición de la informante, así que cerré la casa y por algún tipo de impulso natural, como si eso fuera lo indicado y lo correcto de hacer para estas situaciones, me fui para la esquina, donde ya habían tres o cuatro muchachos del barrio, cada uno con una versión distinta proveniente de otras fuentes informantes, sobre el porqué y la duración del apagón, lo que al final se convirtió en un batiburrillo de versiones, que juntas no tenían ningún sentido, pero que aceptamos por la pura flojera mental de ponerse a analizar las contradicciones filosóficas, metafísicas y trascendentales de todo el asunto, concluyendo, en detrimento de toda lógica y patrón de pensamiento racional, que lo importante es que la noche estaba fresca. 

La espesura de la noche se apresuraba con cada minuto que pasaba, el clima cerró cualquier posibilidad de avistar algún lucero. La luna, que dio la pelea por protagonizar la noche oscura, no pudo ganarla contra las nubes, que la dejarían asomarse de vez en cuando. 

Antes de que la luz del sol se extinguiera por completo, un ejército de sillas, taburetes, troncos y mecedoras fueron invadiendo los corredores y terrazas de las casas, donde cada familia y alguno que otro amigo solitario que no tenía con quien pasar el apagón, se sentaron alrededor de una vela de cera o de una lámpara de petróleo, intentando opacar sin mucho éxito la oscuridad de la noche. 

No veía tanta gente sentada en la puerta de sus casas desde aquellos tiempos en los que por la calle no pasaban vehículos, lo tiempos de la calle de piedra, porque nuestra calle no era de tierra, era de piedras, piedras redondas o de una geometría similar, que estaban estratégicamente colocadas por el destino para encontrarse con las uñas de los dedos, en especial la del pulgar. La mayoría, hasta los perros y gatos se congregaron al frente de sus casas, otros, como yo, nos refugiamos en la esquina, donde intuitivamente sabíamos que encontraríamos a alguien para continuar con la siguiente etapa del ritual: descuadernar el ya deshojado libro del pasado con sus vergüenzas, tristezas, alegrías y burlarse del primero que diera la oportunidad.

Lo primero que surgió fue la historia de una serenata de un tipo que no sabía tocar la guitarra (yo), otro que no sabía cantar (Abel) y otro que no sabía ni siquiera qué carajos hacía ahí (Fabián), la serenateada era Camilita, la niña más bonita de la cuadra y de la que seguramente estábamos enamorados. Relatamos nuevamente (como en otros apagones) como a partir de un reto tuvimos la osadía de ir, un poco pasada la medianoche a cantarle a Camila; y es que para mi generación las palabras “A que no te atreves” era una puesta en duda de nuestra existencia y orgullo que no podíamos darnos el lujo de ignorar. 

Aunque esa vez la existencia y el orgullo no importaron mucho cuando al mínimo rastro de movimiento y ruido emprendimos la huida calle abajo, ya estando a salvo de estar empapados en algún líquido pútrido repartimos el botín: un dolor de estómago de tanto reírnos. Mucho tiempo después nos enteraríamos de que esa no era la ventana de la habitación de Camilita. 

Recordamos la vez que jugando la varita escondida algún desafortunado se cayó cuando el otro había encontrado la varita y lo acribilló sin piedad en una cuneta, los juegos en esos tiempos tenían todos una cuota de dolor, como el bate, un beisbol callejero, donde para ponchar al rival había que darle con la bola en cualquier parte del cuerpo, recordamos aquella polémica discusión de si habían ponchado o no a Luis, quien jugando descamisado casualmente le había salido un un lunar rojo del mismo tamaño de la bola en las costillas, también recordamos el fusilado, donde literalmente te colocaban en un paredón y te fusilaban a traición con un balón de caucho. 

Entre anécdotas, cuentos, chistes y exageraciones se pasaron tres horas donde la risa fue la protagonista, eran ya las 10:30 de la noche y la luz no venía, ya a todos nos había dejado de importar que la premonición de la informante se hiciera realidad y que dormiríamos sin abanico, a todos nos había dejado de importar el mundo y su tiempo, como en los efímeros momentos de felicidad. 

Luego, contra todo pronóstico, se encendió la lámpara del alumbrado público de la esquina, vino la luz, toda la gente guardó inmediatamente las sillas como si tratase de un ejercicio militar, dejando como remplazo el bombillo de afuera encendido, mientras que en la esquina el cuento en turno es interrumpido por el suceso y por el repicar inmediato de los celulares, que tenían 4 horas de mensajes atrasados esperando ansiosos para atrapar de nuevo la atención de sus esclavos. 

2 comentarios en «El ritual de la noche sin luz»

  1. En cualquier pueblo del Caribe colombiano.
    Marlon esta llamado para ser uno de los grandes escritores de Colombia.
    La providencia lo permita y nos permita leerlo.

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