Les compartimos el primer cuento del libro Con vegetal ternura de la autora Liz Magenta. 

Sobre la autora: Liz Magenta, seudónimo de Elizabeth Cruz Aguilar, (23 de junio de 1980) nació en la ciudad de Puebla, Pue. Estudió Artes plásticas en distintos talleres locales como TLAPAC y ESPACIO 14 BUAP, y los diplomados en Creación Literaria en SOGEM-IMACP e INBA-CONACULTA, en su ciudad. Ha publicado cuento, cuento breve y reseña en periódicos locales como Lado B, en revistas impresas como Tierra Adentro, y en revistas electrónicas como Nocturnario, Teoria Omicrón, Teresa Magazine, Seattle Escribe, entre otras. Ha sido ganadora en dos ocasiones de Mención honorifica en el concurso de cuento Mujeres en Vida, que realiza la Facultad de Filosofía y Letras BUAP, en sus ediciones XIV y XX. Fungió como promotora cultural del 2010 al 2017 en el Instituto Municipal de Arte y Cultura IMACP. Ha publicado el libro Infinito Psytrance en coautoría con Zad Moon, en la editorial cartonera: Cascada de palabras (2019), y el libro ilustrado Mundo Insecto en la editorial independiente Literatura Psicodélica (2020). Actualmente realiza proyectos de escritura y trabaja en la ilustración de algunos textos de su autoría.

 

Mundo insecto

Desperté. Estaba sola. Me sentí ultrajada, débil, confundida. Poco a poco el mareo cedía, pero mis pies seguían en la ingravidez. No sentía mis piernas, si las golpeaba no había dolor, si intentaba levantarme caía como una masa inerte, como cola de sirena, mis miembros atrapados en su propia piel.

Los recuerdos brotaron para dibujar en mi mente distorsionadas escenas de la catástrofe: una cabina rodante de cráneos y vértebras estrellándose mientras la sangre salpicaba por doquier. Gritos. Oscuridad nocturna total. Flashazos de rostros conocidos y desconocidos. Silencio absoluto.

Sin energía alguna. Recobre la conciencia para volverla a perder, sin fuerzas para susurrar siquiera. Dormí lo que me pareció un segundo, hasta que me despertó la sensación de ser sólo una masa de dolor arrastrada por alguien.

Pasé días enteros bajo los influjos de las drogas. Elevadas dosis de anestesia, morfina y otros medicamentos llenaron mis venas. Hasta que al fin, me dieron de alta y algunos familiares compadecidos me recogieron para llevarme a casa, sólo que ahora montada sobre una silla de ruedas.

Entré a mi habitación. Me pareció más amplia de lo que recordaba, infausta, en penumbras. Las paredes, el techo, los pisos de un blanco absoluto por donde antes escalaban los rayos del sol, ahora eran un sitio desconsolador, mortífero, una copia fidedigna del cuarto de hospital, la prolongación de mi tortura en otra cámara, que bien podría empujarme cualquier día a la locura.

Los parientes me dejaron aquí sin ninguna delicadeza. Llenaron la alacena con despensa, me compraron ropa, pusieron dinero en la mesa y se marcharon. Como si el día de mañana pudiera estrenar un traje y salir a comprar al súper lo que me hiciera falta, ¡estúpidos! Desde entonces no los veo ni hablo con ellos. ¡No los necesito!

Una sensación de horror deformó mis facciones ante la nueva y desquiciante realidad. Lloré, desgarré mi garganta en gritos, lancé objetos hacía todas direcciones, tenía ganas de escupirle al mundo todo mi odio repentino. Si tan sólo reventara en pedazos y embarrara las paredes con mi sangre. Imaginaba mi piel abriéndose en el estallido de la rabia, el lienzo de carne roto y, de él, brotando los órganos directo a los muros blancos.

Un llanto amargo comenzó a derramarse. Me arrojé a los suelos, repté como una larva y, como pude, me recosté sobre el tapete color chocolate de la sala. Meditabunda, cerré los ojos. En mi mente se agitaba la orgía de imágenes que siguen provocándome vértigo, terror, la náusea al oler la sangre que todavía parece salpicar y corroer esta triste piel.

Un accidente, el karma, tal vez una desgracia que me alcanzó y se llevó consigo los movimientos bajo mi cintura. Qué locura, qué realidad tan ajena a la de apenas hace unos días en que todo parecía tan pleno, tan estable y, en un pestañeo, estaba sumida en la mayor desgracia, sin acostumbrarme a mi destierro, y ahora comprendo con terror que nunca más volveré a escuchar su voz, su ronca voz, el sonido de sus cuerdas vocales que susurraban frases dulces en mi oído para electrizarme, para impregnar el aire, para aniquilar este silencio blanco y sofocante.

Muero un poco cada mañana, al recordar como despertábamos juntos, adheridos, enraizados los cuerpos uno al otro como si temiéramos perdernos durante el sueño. Entonces surgían los buenos días de su risa luminosa, genial. Y, al anochecer, los besos prolongados cuando volvía del trabajo. Después de cenar hablábamos de nuestro día. Luego bailábamos cualquier música entre risas, sin coordinación alguna, siempre esperando un pisotón, hasta caer rendidos ante la televisión que veíamos a oscuras para arrullarnos. Yo lo miraba de reojo de vez en cuando, encantada por la magia de su perfil dibujado por las líneas azules e intermitentes del televisor, mientras pensaba en lo hermoso que era.

Los pensamientos me agotaron. El llanto me debilitó. Me cansé de mirar al techo y giré. Justo delante de mí, en un rincón, descansaban patas arriba los cadáveres de tres insectos cochinillas. Sus pequeñas muertes me resultaron conmovedoras.

Pasé horas reflexionando acerca de esa escena hasta que, al anochecer, llegué a la dolorosa conclusión de que sólo insectos, unos vivos y otros muertos, me acompañaban a celebrar la vida que quedó en mí.

Mis lágrimas cayeron sobre el trío de insectos grises panza arriba. Al menos estaban juntos cuando sus diminutos cuerpos expiraron, pensaba. Mientras tanto, yo me retuerzo en este cubo blanco sin compañía alguna, entre dolores y ecos que sólo rebotan como relámpagos para volver a mí. Una envidia desproporcional a su tamaño me invadió.

Cuando llegamos a vivir aquí, no reparé en la solitud flotante que reinaría sin él, en esta atmósfera recién decorada con efigies de tristeza. No esperé, ni imaginé, las horas que pasaría ante el espejo frío contemplando mi silueta, sólo para sentirme acompañada. Pero el reflejo nunca satisface, es rígido, insensible, indiferente. No conoce respuestas y el silencio es su mayor virtud.

Algunas noches sufro insomnio. Yo estoy alerta mientras todos duermen. Por instantes todo se aquieta de una forma misteriosa. Para esto, intenté asesinar al silencio antes que él me aniquilara a mí, así que empecé a consultar con mí sombra cuestiones varias. Pero el ente ignoraba todo, no contestó jamás mis interrogantes ni opinó. Esa charla sin respuesta me orilló a iniciar diálogos con mis acompañantes, los únicos que me escuchaban: los insectos.

Tanta soledad y ocio me obligaron a ir más allá. A iniciarme en artes minúsculas y seductoras tales como: la observación minuciosa de estas criaturas que se ocultan de día y fluyen por las noches. Son tan bellos y distinguidos esos seres que sin pretensión alguna, traen puestos siempre magníficos abrigos. Con exagerado asombro, me dediqué a captar sus murmullos, las músicas distintas que ejecutan, cantos, roses de alas membranosas que a cada segundo van poblando mi universo decadente. Sus sonidos vibrantes recorren la inmovilidad de mi cuerpo por las noches, me arrullan con dulzura hasta que caigo dormida, y me despiertan por las mañanas, al caminar sobre mi cara.

Así comencé a contemplar y a escuchar con placer absoluto esas vidas, el proceso divino, la metamorfosis grandiosa de esos gigantes de los átomos. Empecé a recolectarlos por los rincones, en las plantas, en el suelo, entre las fisuras de las paredes, coloqué trampas por las rendijas y luego empecé a clasificar cada especie. He nadado por los suelos, me he perdido durante horas, buscando simbologías sagradas en los colores intensos y brillantes de sus tegumentos, en las fibras de sus antenas y patas, consagrada por entero a la contemplación de estos seres que han acaparado mi soledad y mi delirio.

Con mi pequeña, pero celebre comunidad he formado un círculo amistoso. Después de escuchar sus zumbidos, contar el número de pasos dados o comentar aspectos de velocidad, ritmo y coordinación, les doy de comer hojitas verdes, arrojo tierra seca, cáscaras de fruta o restos de la comida que de vez en cuando algún vecino preocupado me trae, cosa que yo agradezco más por mis compañeros que por mí. Y me gusta este quehacer de atender los cuerpecillos de moscas, cochinillas, cucarachas, mariposas, ciempiés, grillos, escarabajos y más. Escurridizos huéspedes que un buen día maduran, cumplen ciclos y mudan de piel como quisiera hacerlo yo, para abandonar mi condición de larva.

Observación minuciosa: Un ejercicio que me distrae, me apasiona y me libera de mí.

En un comedor miniatura que improvisé con cajas de cerillos (pues la comunidad ha ido en aumento), sirvo el desayuno o la cena. Hojitas verdes, cáscaras descompuestas o el cadáver de alguno de los insectos caídos para los insectívoros. Otras veces dejo que repten sobre mi piel abandonada. Siento sus patitas como un cosquilleo ascendiendo por mis brazos.

Pero ni ellos, ni mi sombra infiel me aman, se esfuman todos al primer destello de luz solar y me dejan enredada en una tela gigantesca de araña. Atrapada dentro, muy dentro: En mí.

Me bebí un café con hilos transparentes de melancolía y fumé un cigarrillo rancio que encontré mientras hurgaba por los suelos. Bebí las últimas gotas recostada sobre el tapete color chocolate donde a veces se camuflagean las cucarachas. Acomodé las anatomías rígidas de los caídos del día, en un micro ataúd compuesto de los restos de mis pastilleros, y mi sombra hizo lo mismo. Los sepulté en una maceta, coloqué una cruz de palillos y oré por ellos como lo hago siempre en cada ceremonia fúnebre. Luego me sepulté yo, entre zarapes, almohadones y uno que otro de sus vestidos marchitos, tegumentos oxidados, secretas pieles de las que se despojan para que su Dios les brinde una nueva prenda.

Ahora todos, los vivos, los muertos y yo, estamos ocultos de los astros, del mundo y de todo lo que está allá afuera, mientras aquí, en este gran hueco que es mi casa, me dejo arropar por una noche más de bocas mudas, oídos sordos, grillos que cada noche ejecutan tonadas tristes en está cápsula, donde tanta falta hace su risa, sus murmullos, sus besos y sus pésimos pasos de baile. 

Duermo mucho desde que me acomodé sobre esta alfombra de pieles secas, exoesqueletos olvidados que, amontonados, han formado la cama fúnebre de artrópodos que me han traído de vuelta el sueño.

Cuando empiezo a ponerme triste, me consuela la idea de saber que, si un día ya no despierto, no moriré sola, me convertiré en uno de ellos. Mi cadáver será alimento para la comunidad, nos acompañaremos siempre, nos compartiremos el dolor, pero también la dicha, el placer de engendrar nuevos ciclos de vida, microclimas, cámaras secretas, raíces, fisuras, brotes de vidas nuevas, microcosmos…

Con la ayuda de los escasos y destrozados muebles, al fin lo han armado: Capullo intrincado. 200 divisiones para albergar cada especie. Lo merecen. Inteligencias supremas. Vampiros chiquitos. Criaturas de otra frecuencia. Nocturnas ninfas. Adoradores de la oscuridad. Portadores de melancolía que han venido a cohabitar mi mundo y que, sin importar su lentitud, desterrarán mi dolor, beberán mi tristeza, devorarán mi soledad y, sin descanso, hasta la extinción, masticarán con sus micro mandíbulas toda la inmundicia y me causarán dosis de alivio a cada minuto del día.

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