Cuento «Casa adulterada» por Miguel Carpio

Miguel Carpio, Bolivia 1993. En 2012 ganó el premio Pablo Neruda con el poemario Jazzologías (2015, Editorial 3600). Fue seleccionado por la Unión Europea en la antología Bolivia sub-35: Narrativas emergentes por su libro de cuentos Dos botellas más cerca de la muerte (2021, Editorial 3600) y forma parte de la antología Boundless 2022: The anthology of the Rio Grande Valley International Poetry Festival (2022, FlowerSong Press). Fue seleccionado en la convocatoria 100 Artists por Sudkulturfonds y sus textos se tradujeron a inglés y eslavo. Publicó relatos y poemas en las revistas Casa Bukowski, Hispanic Culture Review, Boca ‘e Loba y Literaven.

Compartimos con ustedes el cuento «Casa adulterada» del escritor boliviano Miguel Carpio, el cual forma parte de la Antología de Cuento Latinoamericano Contemporáneo, un ambicioso proyecto editorial dirigido por Astrolabio Editores. Este proyecto tiene como objetivo brindarnos un panorama completo de lo que se escribe hoy en el género del cuento, posiblemente el género más leído en América Latina.

Casa adulterada

Quisiera que hubiese una segunda primera vez.

Emmanuel Carrère, Una novela rusa.

Habían pasado nueve meses desde la última vez que se vieron. Ella todavía tenía el pelo por encima del hombro. Al verla, él se preguntó si se lo habría vuelto a hacer cortar o si simplemente había crecido muy poco desde entonces. Al final no importaba, igual pensaba que le quedaba bien.

Fueron a cenar a un restaurante que había abierto hacía poco menos de un año. Él sabía que ella quería conocer el lugar, y de hecho ir ahí fue una de las últimas cosas que habían planeado hacer. Pero las discusiones y malentendidos de los últimos meses los habían mantenido demasiado ocupados. Sin embargo, esa noche, nueve meses después desde la última vez que se vieron, estaban ahí, sentados en una mesa al fondo del salón. Ordenaron platos ligeros y bebidas, y acababan de llevarlas cuando la gente de la mesa contigua comenzó a fumar. Solo entonces él se percató del cenicero que había en la mesa y del cartel de la pared: “Área de fumadores”.

—¿Quieres que nos cambiemos de mesa? —preguntó, cuando el humo comenzó a llegarles.

—No te preocupes —respondió ella, y le preguntó si todavía seguía dando clases en la universidad.

Pasaron como quince minutos hasta que les llevaron la comida. La conversación fluía naturalmente. Hasta hace nueve meses habían estado poco más de tres años juntos. Sabían qué preguntas hacer y, como ya conocían las posibles respuestas, también podían planificar intuitivamente lo que dirían después.

Terminaron todo cerca de las doce. Para entonces, el salón se había llenado hasta alcanzar su capacidad; no había ninguna mesa disponible. En algún momento ella se había acercado para repetir algo que, por el creciente ruido del lugar, él no había podido escuchar. A partir de ahí, la distancia entre ambos se fue reduciendo cada vez más. 

Poco después de que les llevaran las bebidas, los dos estaban lo suficientemente cerca como para que él pudiera inclinarse un poco y besarla. Ella respondió favorablemente y, en pocos segundos, aquellos nueve meses de distancia y silencio se desvanecieron en la oscuridad en que ambos se sumergían al cerrar los ojos. 

—Te extrañé —dijo él.

—Yo también —respondió ella, comenzando a acariciar su regazo.

Él la abrazó y le besó la cabeza, y sintió cómo el olor a humo se le había impregnado en el cabello. Aunque él no fumaba, no tenía problema con el olor a cigarrillo, algo que, según recordaba, a ella sí le incomodaba.

—¿Quieres que nos cambien al área de no fumadores? —le preguntó.

—No, está bien —respondió—. Más bien, tal vez podemos ir a casa, si no tienes algo que hacer.

—¿A casa? —preguntó él.

—A casa —respondió ella, besándolo nuevamente.

No fue hasta que ella se quedó dormida que él comenzó a sentir que todo había cambiado. A pesar de no haber bebido tanto como de costumbre –en aquellos nueve meses de no verla había llegado a terminarse botellas enteras en una noche–, se sentía mareado y con sed. El olor a tabaco seguía ahí, persiguiéndolos desde el restaurante, supuso.   

Ella había cambiado de lugar algunos muebles de la habitación y también había cambiado las sábanas. La cama, sin embargo, permanecía en el mismo lugar, junto a la puerta y frente al ropero. Y ella seguía durmiendo en el lado derecho, otra vez con la cabeza apoyada en su hombro. Con cuidado, se acercó y la besó suavemente en la cabeza, y volvió a sentir el olor a humo impregnado en su cabello. Pensó que seguramente esa mañana ella pasaría veinte minutos en la ducha lavándose para quitarse el olor. Normalmente hubiera preferido cambiarse de mesa, pensó. Normalmente. Pero esa noche no. Porque esa noche había algo que estaba fuera de lugar.  

Lentamente comenzó a recorrerse hacia el borde, con cuidado de no despertarla. Ella solamente se reacomodó en la almohada y continuó durmiendo. Él se levantó para ir al baño. No quiso encender la lámpara para no incomodarla, pero al dar el segundo paso casi tropieza con la ropa que había quedado esparcida por el suelo. Al encender la luz se percató que encima del velador de su lado había un cenicero. No lo había notado antes porque… pues porque había estado demasiado ocupado. Pero ahora lo veía. Era de cristal y, aunque estaba vacío, tenía suficientes restos de ceniza en las esquinas como para notarlos. 

Observó para ver si había algo más ahí, algo nuevo. La lámpara era la misma y el adorno que su madre le había regalado cuando ella cumplió quince años seguía ahí. Aprovechó la luz para ver el cuarto con más detenimiento. Pero a primera vista no encontró nada diferente, con excepción de las cortinas y la nueva posición de algunos muebles. En apariencia todo seguía igual. Entonces giró y la miró. Ella seguía durmiendo ahí, en el lado derecho, su lado de la cama.

Finalmente se levantó y fue al baño. Al llegar comprobó que estaba un poco mareado y con los labios resecos. Bebió agua del grifo y comenzó a revisar el baño, tratando de adivinar qué había cambiado ahí. Pero todo parecía seguir igual. La misma marca de champú y acondicionadores, las mismas cremas, los mismos cosméticos. Mientras miraba alrededor se dio cuenta que el olor a tabaco seguía ahí, en el baño, aunque ninguno había entrado desde que llegaron.

Después de unos minutos terminó de revisar todo y volvió a la cama. Se sorprendió de haber reconocido las marcas y los envases de las cosas del baño. Es lo que pasa cuando vas al supermercado con alguien durante tres años, pensó. Y entonces, antes de acostarse nuevamente, la miró por segunda vez. No importaba cuánto tiempo hubiera pasado, él sentía que la seguía conociendo. Y, justamente por eso, sabía que algo estaba fuera de lugar.

Se echó, con cuidado de no despertarla, pero sin apagar la lámpara. Estuvo viendo el techo por un momento hasta que ella se movió y volvió a acomodar su cabeza sobre su hombro. Entonces él la abrazó. 

—¿Estás bien? —preguntó acercándose a su oído.

—Sí —masculló ella sin abrir los ojos.

Entonces quiso apagar la luz y volvió a ver el cenicero. Eso es, pensó. ¿Por qué había un cenicero en el cuarto? ¿Y por qué el olor, ese olor, estaba por todo el lugar? Pensó en ello unos segundos hasta que se dio cuenta de lo trivial del tema. Ya más tranquilo por creer descubrir lo que adulteraba el lugar, estiró el brazo para apagar la lámpara, pero… ¿Por qué el cenicero estaba en ese velador?

—Oye —dijo acercando sus labios a ella nuevamente—. ¿Desde cuándo fumas?

—¿Mmm…? —respondió, medio dormida.

—¿Desde cuándo fumas? —repitió.

—¿Qué…? —preguntó acomodándose el cabello y volviendo a echarse encima del hombro de él—. ¿Fumar?

—Sí, ¿desde cuándo fumas?

—Yo no fumo —dijo antes de estirarse y comenzar a acariciar su pecho suavemente.

—¿No fumas? —preguntó él, sintiendo un repentino vacío en el estómago.

—No… —dijo ella, todavía con los ojos cerrados—. Sabes que no.

Él sintió que el vacío se convertía en una especie de interferencia que le aceleraba el pulso y agitaba su respiración.

—Apaga la luz —dijo ella estirando el cuello y dándole un beso en la mejilla—. Vamos a dormir.

Él se quedó en silencio, queriendo preguntar por qué había un cenicero en la habitación si ella no fumaba. Sentía que solamente preguntando el vacío que sentía desaparecería, que lo llenarían las respuestas. Pero, ¿lo llenarían las respuestas? ¿O solamente ahondarían más el abismo que sentía que comenzaba a acariciarle la espalda?   

—Apaga la luz —volvió a repetir ella.

Él estiró el brazo y obedeció. Cerró los ojos, pero los abrió rápidamente al darse cuenta que no iba a dormir. Al menos no ahí. Comenzó a sentir la respiración de ella encima suyo. Comenzó a mirar nuevamente la habitación, a pesar de la oscuridad. Recordó lo que ella había dicho antes de que salieran del restaurante. ¿A casa?, había preguntado él. A casa, había sido la respuesta. Pero no era cierto. Esa ya no era su casa. Quiso levantarse, vestirse y salir a buscar alguna licorería, pero no lo hizo. Volvió a cerrar los ojos sabiendo que, aunque de todas formas no podría dormir, prefería hundirse en la oscuridad de sus párpados a hacerlo en la oscuridad de ese lugar.

La Antología de cuento latinoamericano contemporáneo es un proyecto editorial dirigido por Astrolabio Editores y la Fundación Grupo Latino, tiene como objetivo brindarnos un panorama completo de lo que se escribe hoy en el género del cuento, posiblemente el género más leído en América Latina.

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