Les compartimos el primer capítulo del libro La encomienda del autor Patricio Yánez. 

Sobre el autor: Patricio Yánez Galván, reside en la ciudad de México. Empresario de 63 años, sin estudios formales, asiduo lector que se decidió a escribir esta novela. Es su primera experiencia formal como escritor.

Capítulo 1: Los príncipes

Palestina. Año 724 ad urbe condita, (desde la fundación de Roma).

– ¡Salgan de aquí, déjennos solos, después les daré el resto de las indicaciones!, -Hordos[1] despidió a sus generales con quienes ultimaba los detalles de su inminente viaje a Roma para arreglar asuntos de gobierno, ya que su madre y su hermana le habían solicitado un encuentro privado.

– ¿Qué es lo que desean? -inquirió el rey a las mujeres.

-No sabemos cómo explicarlo, -comenzó el argumento su hermana Shlomit, -creemos que están sucediendo hechos preocupantes que te atañen. -Hordos la miró con interés y la mujer se sintió satisfecha de haber captado su atención.

-Es acerca de Mariamme, hay actitudes que no deberían ser de una mujer unida en matrimonio. -Shlomit empezaba a calar su ponzoña, mientras su madre permanecía junto a ella en silencio, con la mirada baja y semblante de hipócrita angustia.

– ¿Qué pasa con Mariamme?

-Pues… tú sabes, ella siempre se ha sentido superior a nosotros, incluso a ti. No se ha dado cuenta de que ya no es una princesa, sino la esposa del rey y, por lo tanto, un vasallo. Y nadie debe estar por encima del soberano, y mucho menos su esposa.

-Creo que estás recorriendo un camino demasiado sinuoso, ¿a dónde quieres llegar? -Hordos tenía oídos atentos a toda la clase de injurias que su madre y hermana esparcían por el palacio en contra de su amada Mariamme, a pesar de que sabía que la aborrecían por su linaje.

-Ella no es feliz contigo, por el contrario, te desprecia. Nosotras sabemos que es una mujer que sería capaz de seducir a cualquier hombre con tal de provocar tu ira… a cualquier hombre poderoso que la proteja de ti, por supuesto.

– Y, ¿qué tan poderoso? – Preguntó Hordos molesto.

-Mmm… para garantizar que está a salvo, digamos que tan poderoso como Marcus Antonius.

“Y la verdad es que no la culparía si fuera cierto, debe haber sido asqueroso para ella procrear hijos contigo”, pensó burlona la hermana.

– ¡Ja, eso es una idiotez!

-Entonces olvida lo que te estoy diciendo, tal vez sea como dices, una idiotez. -Shlomit conocía a la perfección qué hilos mover para enojar al rey.

– ¡No me salgas con eso, dime lo que sabes!

-Lo que sé es lo mismo que sabe todo el mundo y tú no te has querido dar por enterado. Es bien conocido que Marcus Antonius es un hombre con una descontrolada afición por las mujeres hermosas.

– ¿Cómo lo sabes?

-Porque es feliz relatando sus aventuras amorosas. El hombre no conoce la discreción y sus sirvientes se han encargado de esparcirlas por todas partes.

– Esto es absurdo, ¡qué tiene que ver con Mariamme todo eso!

– ¿Recuerdas una vez que un artista romano le hizo un retrato a tu mujer?

-Sí…

– ¿Sabes en dónde se encuentra el retrato?

-No lo sé…

Shlomit guardó silencio mirando fijamente a su hermano, esperando que él mismo llegara a sus conclusiones, pero no llegó al punto que ella deseaba, así que continuó con sus especulaciones:

-Marcus Antonius se quedó con él. -aseveró punzante la urdidora.

– ¡Estás diciendo una sarta de tonterías, Marcus Antonius está perdidamente enamorado de la reina de Egipto, que es una mujer muy bella!

– ¿Tan hermosa como Mariamme? -respondió intrigante la mujer. –De cualquier modo, recuerda que tú mismo me has dicho que Cleopatra, siente una gran codicia por gobernar Palestina.

– ¡Con Cleopatra tengo acuerdos muy convenientes para mi nación! Ella no quiere gobernar, incluso renunció a mi favor por la recaudación de algunos territorios nabateos del lado meridión y levante, además de un muy lucrativo arredramiento de palmerales y balsamares. Así que no permitiré que ni ella ni Marcus Antonius sean pretexto para sus argucias.

 -Piensa lo que quieras, es obvio que tus enfermedades además de todo te están dejando ciego, pero tú bien sabes que la egipcia le ha pedido a Marcus Antonius que también le regale Yériho, esa tierra bendita de Israel. ¡Piensa un poco! ¿No será que Cleopatra le concedería la ocasional satisfacción del deseo por tu mujer, como moneda de pago?

Shlomit había cobrado valor ante la debilidad de su hermano, se había atrevido a levantarle la voz y a desafiar su juicio, ella sabía cómo sacar provecho de las debilidades del rey.

– ¡Largo de aquí reptil ponzoñoso! ¿Qué crees que no me doy cuenta de tus intenciones?… ¡Fuera, fuera de mi vista las dos!

Shlomit y su madre abandonaron el recinto satisfechas. Tal vez Hordos no había creído su historia, pero una cosa sí era segura, lo habían dejado con una espina enterrada en la piel y, en algún momento trataría de sacarla, no sin desgarrarse.

Hordos y su comitiva estaban listos para partir rumbo a Roma, donde se reuniría con Marcus Antonius, el mismo hombre que había estado rondando sus pensamientos y obstruyendo su sueño. Mariamme se había rehusado a realizar este viaje con él, como lo había hecho las veces anteriores. Argumentaba que Arístóbulo y Alejandro estaban muy pequeños y que en los últimos días habían tenido problemas de salud. Para el rey los dos príncipes eran su más preciado tesoro, significaban el linaje que él no tenía, ya que eran herederos de sangre real y garantizaban la continuidad de su reinado. Por lo tanto, por ninguna razón insistiría en una travesía que los pusiera en riesgo.

No obstante, le inquietaba el hecho de dejar a su mujer en su palacio en Yerushaláyim[2], hasta llegó a pensar que a lo mejor su hermana y su madre tenían razón. Este viaje, con seguridad, lo llevaría directo a una trampa en la que Marcus Antonius podía asesinarlo para realizar sus planes.

Antes de partir el rey mandó llamar a Yosef[3], hombre sin malicia que, a pesar de ser esposo de su hermana Shlomit, contaba con las seguridades de su lealtad y su discreción.

-Yosef, amigo mío, tengo una comisión para ti la cual es muy importante que sigas al pie de la letra. -El hombre se sintió asustado desde el momento en que el temperamental rey lo llamo, “amigo mío”.

-Lo que usted diga son órdenes para mí, señor.

-Como bien sabes, viajaré a Roma a solventar asuntos de suma importancia, así que escucha bien: si en algún momento llega a Yerushaláyim la noticia de que he muerto, te ordeno que en ese mismo instante, acabes con la vida de Mariamme.

Yosef se quedó estupefacto ante tal orden.

– ¿Me está usted pidiendo que mate a la princesa Mariamme?

-Sí, yo sé que para ti es difícil comprenderlo y te puedo asegurar que esta es la más terrible de las decisiones que he tomado, pero no tengo más remedio ante el sufrimiento que le pudiera devenir si ella sobreviviese a mí muerte. Por lo mismo, te ordeno que te hagas cargo de mi designio y que en ningún momento dudes en ejecutarla.

-Pero…

-Yosef, créeme, si algo me llegara a pasar, su destino sería tan terrible que será mejor que esté muerta.

El hombre abría los ojos asustado e incrédulo, sudaba con calosfríos y tartamudeaba.

– ¿Y nnn… nosotros, que será de los demás?

– ¿De ustedes?, -respondió Hordos ajeno.

-Pues… ¡huyan, huyan de Yerushaláyim tan pronto como puedan, pónganse a salvo! -el rey contestó lo primero que se le ocurrió.

-Majestad, no quiero contravenir sus órdenes, pero ¿qué no sería mejor que lleváramos a Mariamme con nosotros para que también esté a salvo, en lugar de matarla? -Preguntó Yosef con timidez, turbando por un momento a su señor.

-N… ¡No! -Hordos no se esperaba tal razonamiento por lo que no tuvo más remedio que contestar ofendido. – ¡Cómo te atreves a contravenir una orden mía, obedecerás lo que te he dicho!

-Mis disculpas amo, he sido muy torpe…

-Y por supuesto Yosef -concluyó el soberano, -Mariamme no debe saber nada.

-Confíe en mí.

Durante las semanas siguientes Yosef realizó sus quehaceres habituales dentro del palacio, tareas que si bien no eran de importancia se las entregaban a él y se realizaban con prontitud. El rey confiaba en la lealtad de aquel hombre.

– ¿Qué te sucede? -preguntó una noche Shlomit a su esposo.

-Nada, sólo que no me he sentido bien, -respondió Yosef tratando de evadir a su esposa.

-No te ves enfermo, te ves más bien preocupado, ¿sucede algo que no me quieres decir?

-Nada, de verdad, nada, sólo estoy preocupado por algunos asuntos que me encargó el rey y que no he realizado. -Tal argumento no hizo más que despertar sospechas en su esposa, pues los encargos que Hordos le confiaba a aquel hombre nunca eran de gran importancia. La intuición de aquella mujer se había puesto en marcha y ahora no cedería hasta enterarse de lo que estaba sucediendo.

-Yosef…, -se acercó Shlomit a su esposo con supuesta actitud comprensiva, -eres un hombre importante en el reino, con muchas responsabilidades y mi hermano se apoya en ti para resolver propósitos de mucha relevancia, pero tú también necesitas descansar en alguien y quien mejor que en tu esposa para confiarle tus dificultades.

El hombre se quedó pensativo, necesitaba desahogar aquello que le estaba asfixiando.

-Es por Mariamme. El rey, antes de partir, me dio una orden que me tiene muy contrariado.

 Shlomit miró compasiva a su esposo tratando de contener su sonrisa, sabía que su plan había dado resultado.

-No puedo creer lo que el rey me ha ordenado. continuó Yosef compungido, -me ha dicho que en el supuesto de recibir la noticia de que él ha sido asesinado, yo, sin demora, mate a la princesa y que el resto de nosotros nos pongamos a salvo fuera de Yerushaláyim. ¿Quién querría liquidar a nuestro rey y por qué habría de morir también su mujer?

“¡Qué alegría las cosas no pudieron haber sucedido de mejor manera, no sé quién sea más tonto, si el poderoso rey que tengo por hermano o el animal rastrero que tengo por esposo!”

-Yosef, amado esposo-, la voz de Shlomit se tornó suave y consoladora, -no te preocupes y tampoco trates de comprender a mi hermano, son cuestiones de gobierno y debe tomar providencias para la peor de las situaciones. Es sólo eso, no debes preocuparte… Ahora acuéstate y descansa, mañana verás todo con mayor claridad…

Una vez que su Yosef se durmió, Shlomit abandonó sigilosamente sus aposentos, apresuró el paso una vez que estuvo en los pasillos de palacio, impaciente por encontrar a la princesa.

-Mariamme, escúchame, -Shlomit se había ido a meter a la recámara de la princesa, quien jugueteaba con sus hijos sin siquiera mirarla, -el rey ha partido a su viaje sumamente preocupado, al grado que teme por su vida.

La princesa disimuló el interés por lo que aquella despreciable mujer tenía que decirle sin dejar de atender a sus hijos.

-Mi hermano está temeroso de que Marcus Antonius pueda asesinarlo por ti.

– ¿Por mí?

-Sí, en realidad no sé qué tiene en la cabeza, de dónde o quién le mete ideas tan tontas, piensa que entre el romano y tú hay alguna clase de entendimiento, por lo que ordenó a uno de sus vasallos que si esto resultara cierto, te ejecute. ¡Qué tontería!, – masculló fingiendo indignación, -yo sé que no tiene nada que temer pues eres una mujer sin mancha, pero sucede que es tan grande su amor por ti que te prefiere muerta antes que poseída por cualquier otro hombre.

El odio por la hermana de su esposo salió de manera brutal por la mirada de Mariamme.

– ¡Lárgate!, -acertó a decir con la quijada trabada y la voz entrecortada, los ojos le lagrimeaban de impotencia. – ¡Fuera de aquí, tú no tienes nada que hacer en mis aposentos!, – gritó desesperada.

Los dos niños empezaron a llorar asustados por la ira de su madre.

– ¡Te odio… lárgate!

– ¡Yo ya hice lo mío, lo demás es asunto tuyo! -gritó Shlomit dirigiéndose hacia la puerta.

 “Además no soporto los berridos de estos dos príncipes chillones”.

La calumnia de Shlomit fue de un efecto profundo en Hordos y el ardor de los celos lo llevó a cometer la más grande estupidez. A su regreso, el reclamo de su mujer fue inmediato y el rey, al ver que su secreto se había descubierto, enloqueció. Mandó llamar a Yosef y montado en cólera, gritando fuera de sí, lo culpó de haber develado su mandato y de ser él el amante de su esposa. Shlomit no defendió a su marido, por el contrario, confirmó la suposición del soberano. Hordos, sintiéndose traicionado, mandó matar de inmediato a Mariamme y a Yosef. Poco después, una vez que recobró la calma, el dolor del arrepentimiento lo hizo caer en arrebatos tales que se le podía ver por el palacio llorando y hablando demencialmente con su esposa, en un lastimoso y desesperado acto, que lo fugaba de la realidad, haciéndolo sentir, por instantes, como si la princesa asmonea estuviera viva.

 

Veintidós años después.

Enclavado de una forma que se antoja milagrosa en tierras de calor agobiante durante todo el año, en una cuenca donde el suelo está muy por abajo del nivel del mar, en el árido valle del río Jordán y en contraste las cumbres nevadas del Monte Hermón, se yergue el palacio real de Yériho en un fresco oasis.

 Es un lugar donde crecen árboles de bálsamo y rosedales que purifican la brisa del desierto, comarca que provoca la envidia de la reina egipcia Cleopatra y de varios dignatarios romanos. Frente a la fachada principal de la edificación central, dividiendo el asentamiento en dos, pasa el limpio caudal de agua traída de manantiales cercanos, el cual, antes de ser devuelto a las llanuras por debajo de un torreón, es brincado por un corredor sostenido por un puente de piedra de cinco arcos. Este pasillo elevado, conduce por el lado opuesto, rodeados de muros cuya cara exterior está adornada con mampostería de ladrillo en forma de rombos, a una alberca y a un jardín rectangular sembrado de cítricos y palmeras con dátiles, por cierto, los más exquisitos que se conocen. Al centro del jardín se construyó una pileta circular, a la que se llega por una sobria escalinata de piedra. A Yériho se le conoce como “lugar divino donde nace lo más extraño y lo más bello”, además, no sólo es un lugar de esparcimiento ya que los dones de su tierra son muy lucrativos.

El palacio se ubica en un lugar estratégico, ya que desde ahí se puede vigilar el paso del valle del Jordán a Yerushaláyim. Cipros, la fortaleza que protege todo, resguarda también un hipódromo y otras edificaciones más pequeñas para diferentes usos como un gimnasio y un segundo torreón.

Los salones del palacio fueron construidos con magnificencia rodeando patios interiores, con los techos sostenidos por columnas que evocan en su forma y sus remates, un estilo helénico ya en decadencia, pero adoptado para las construcciones de estilo romano. Las recámaras están colmadas de comodidades y lujosos vestidores. El mármol de los pisos fue traído de canteras del extranjero. En el comedor principal hay una gran mesa en la que se recibe a decenas de comensales, que está hecho de maderas flameadas adornadas con delicadas incrustaciones caligráficas en arameo, que evocan textos relacionados con las leyes que le fueron dictadas a Moisés, en las cuales se castiga la gula y la soberbia.

En la parte trasera del palacio alejado del centro de la edificación principal, se encuentra un reducido espacio para el alojamiento de los criados. Grandes bodegas complementan la fastuosa construcción, en ellas se guardan los alimentos y demás insumos indispensables para la estancia de la familia real. Cerca de ahí se ubican los graneros con lo imprescindible para proteger y alimentar a los camellos, asnos y animales necesarios para las travesías de la realeza, hacia y desde la ciudad del poder central del reino de Hordos el Grande.

  Por dentro, todo está siempre dispuesto para que por algunas temporadas al año, principalmente en invierno, la casta real y su corte, formada por ricos, incondicionales y serviles vasallos, puedan huir de la barahúnda cotidiana de Yerushaláyim.

El lujo, el dispendio, la euforia y la alegría se mezclan con temerosos sirvientes, bellas mujeres de actitud complaciente y presuroso andar, que llevan y traen viandas y jarras de rojiza sigillata[4] colmadas de vino, para agradar a sus amos. Fuertes, apuestos, de actitud y conversación mundanas, la presencia de los príncipes es motivo de gran actividad en el palacio real de Yériho.

La animada plática y las risas de Aristóbulo y Alejandro abarrotan el espacio del  frigidarium[5], uno de los baños del palacio que mantiene un ambiente húmedo  y con baja temperatura, la cual se logra por el escurrimiento del agua que pasa frente al palacete, conducida a un pedestal ubicado en el centro. Un lugar así de frío enclavado en medio de los agobiantes calores del desierto, representa un lujoso regalo al cuerpo.

– ¡Tengo muchas ganas de regresar pronto a Roma, es una ciudad magnífica, placentera y emocionante! Siempre ha sido para mí muy atractiva, es más, te he de confesar que si hubiera podido escoger, es ahí donde me hubiera gustado nacer! – exclamó Alejandro eufórico, sentado cómodamente en un camastro de madera blanquecina y, después de dar un sorbo a su copa de vino, continuó. –Hay quienes en esta vida se merecen todo lo que desean y hasta lo que no, y en ese aspecto me considero afortunadamente un elegido, muy diferente al común de la gente. Roma es el centro del mundo, libre, poderoso, rico. ¿Por qué no hube de ser romano?

– ¡Ya vas a empezar a quejarte! Hay mucho que hacer aquí en Israel como para estar pensando en eso todo el tiempo. Por lo que a ti y a mí nos corresponde, debemos permanecer cerca del gobierno de nuestro padre, hay que cuidarle la espalda porque así nos la cuidamos a nosotros mismos y por ahora es lo que nos conviene, tenemos una herencia que cuidar. -contestó Aristóbulo.

-No me salgas con eso… No sé tú hermano, pero yo no merezco ni estoy hecho para vivir en medio del desierto. Además, también me gusta disfrutar de todas las cosas nuevas que hay en las ciudades que están al otro lado del Mar Grande y no sólo de la gran Roma. Climas brillantes y frescos, aires perfumados, calles sin tanto pordiosero maloliente como las de Yerushaláyim. Vestirme como los aristócratas, comportarme como ellos. En fin… tener una vida muy diferente a la que ahora tengo.

-No me digas que vivir en este palacio es como estar en medio del desierto, incluso, te apuesto que es la envidia de muchos aristócratas, como tú los llamas, y de romanos encumbrados.  Además, nuestro padre a ha hecho de Yerushaláyim una ciudad con poco que envidiarle a Roma, el palacio donde vivimos es hermoso, un hipódromo, teatro, reconstruyó el templo de una forma magnífica…

-Y le puso un símbolo romano en la entrada, ¡un águila de oro! Es un cínico desafío a las tradiciones de nuestro pueblo.

-Alejandro, si nos pusiéramos a enumerar todos los quebrantos y violaciones que ha realizado en contra las costumbres judías y la órdenes divinas, nunca acabaríamos y además, ¿desde cuándo te has vuelto tú su defensor?

-Está bien debo aceptar que no tengo un comportamiento como se dice justo, de hecho ninguno de nosotros dos, pero tienes que aceptar que llevar una vida romana no se compara con esto. -Alejandro seguía insistiendo en llevar la conversación con frivolidad. – ¡Admítelo, lo que a ti te lo que te enloquece de Roma, son las mujeres altivas, perfumadas, cultas y delicadas!

– ¡Ja, ja!, efectivamente a ti no te puedo engañar, pero tú a mí tampoco, sé muy bien que a ti, lo que te pierden son las prostitutas limpias, sin arena en el cabello y con acento dulce para que te susurren lisonjas al oído, si es que es eso lo que susurran. -Arístóbulo se había enganchado con el tono banal de la conversación de su hermano. -Para mí no hay nada más placentero e incitante que conquistar una mujer recatada, íntegra, tímida, casada o soltera… ¡No!…  Las casadas son más interesantes. Es excitante abordar a una bella mujer olvidada por el marido, me gusta desconcertarla al besar su mano tratando de cosquillearle, pasarle la mano por la cintura y resbalarla fingiendo desparpajo y aprovechar para respirarle al oído con el pretexto de susurrarle cualquier tontería, y así después de hacerla desatinar, juguetear con su hija o con su hermana, excediendo la confianza que me presten. -Alejandro escuchaba en silencio, pero entusiasmado, la descriptiva narración de si hermano. -Después de ignorarlas un poco, la diversión se vuelve más interesante al sobornar a sus sirvientes para enviarles seductoras y perfumadas cartas anónimas y, si después es posible, invadir su recámara cuando ella se encuentre sola. Si lo logro, entonces tendré en mis manos el secreto de la infidelidad y eso me hace sentir el poder de controlarlas y sacudir todas sus entrañas…- y así, continuó Aristóbulo platicando con vehemencia y por largo rato sus aficiones eróticas.

– ¡Fanfarrón, eres un tipo demasiado inseguro como para un comportamiento tan elaborado, todo eso es muy elegante y refinado para ti!

Los hijos de Hordos se sentían atraídos por la forma de vida disipada que existía principalmente en la ciudad de Roma, en la que el soberano Augustus se empeñaba en corregir los preceptos morales en la sociedad, principalmente de los jóvenes que vivían en una constante parranda, en la que los juegos a base de conquistas amatorias suponían un estilo de vida aristocrático. Para ellos era de lo más distinguido asistir a escuchar las enseñanzas de Publio Ovidio Nasón, pensador y poeta que, por la temática de sus pregones, no gozaba de la simpatía del César, ya que en sus charlas enseñaba la técnica y la práctica para ser un buen conquistador, amante y vividor.

-¡Pero en fin, no reniegues!, -continuó Aristóbulo, -retomando el asunto que si naciste aquí o allá, lo que te quiero decir es que algún día heredaremos todo este territorio y nos dividiremos el reino entre tú y yo. Entonces detentaremos con honor el poder que ahora tiene nuestro padre, -y llevando una mano al pecho en posición erguida, con falso orgullo y franco tono de burla, exclamó: -¡nuestro padre, Hordos el Grande!… Cuando lo logremos, podremos transformar esta tierra y tener como propio todo lo que de Roma anhelas. Por eso insisto que es my importante permanecer aquí el mayor tiempo posible, procuremos siempre estar alertas, hay muchos que harían cualquier cosa por arrebatarnos el reino.

Por unos momentos Alejandro contempló a su hermano y después de un breve silencio, producto de la curiosidad, inquirió con sarcasmo.

– ¿Y dónde piensas tú que está el honor de ser hijos de un advenedizo, descendiente de Ismael y con sangre de gente inferior como es la idumea en las venas?, -recalcó con desprecio para después continuar, -por cierto, ¿tú sabes cómo los fariseos se refieren a nuestro padre?

-No, no lo sé, pero no debe ser de una forma agradable.

– ¡Se refieren a él como “una plaga de Dios para castigo de los impenitentes” !, -Alejandro continuó la conversación retomando el tema de su estirpe. -La herencia de nuestra madre sí es sangre real, nieta de un rey y sumo sacerdote. Ahora bien, ¿cómo una princesa asmonea, bella y educada pudo haber sido dada en matrimonio a un cerdo como Hordos?,- el tono de la conversación del joven caminaba al borde de la cólera. -¿Cómo una joya tan delicada como ella fue entregada de esa forma al más rastrero de los sirvientes del César, para que en su locura y en sus delirios de persecución, la mandara ejecutar y no sentir por ello remordimiento alguno?

-Es un bastardo, -dijo Aristóbulo más tranquilo que su hermano, -y eso no es un secreto para nadie. Nuestra madre no le fue dada en matrimonio como tú dices, él la forzó para su provecho. Pretendía gobernar Israel apoyado por Caesar Augustus, pero con el desagrado del pueblo. Nuestro padre no es un judío, por lo que no podía ser embestido como sumo sacerdote, sin embargo, necesitaba legitimar su reino y qué mejor manera de hacerlo. Además, eso que afirmas, que no sintió remordimiento alguno, no lo creo… Pero de igual forma no nos atormentemos por el pasado o por la mala mitad de nuestra estirpe. -El príncipe hizo una pausa y se quedó pensativo, la voz y el rostro se le tornaron incisivos sin perder la serenidad. –Te quiero proponer algo, si es que estás dispuesto, es muy simple, solamente cobremos venganza por la muerte de nuestra madre. Hagamos con Hordos lo que él hizo con ella y tomemos como nuestro el reino, como legítimamente nos corresponde.

– ¿Estás hablando de asesinarlo?, -inquirió Alejandro en voz baja. –Vaya mi juicioso hermano piensa en matar a su padre.

– ¿Por qué no? Nadie más cerca de él como nosotros, somos el eslabón que lo sostiene ante el pueblo, somos el lado judío de su familia, así que podríamos hacerlo sin levantar sospechas, culpando después a cualquiera de sus sirvientes. -Aristóbulo argumentó fríamente sin quitar la mirada de los ojos de Alejandro, quien después de reflexionar un poco respondió a la diabólica idea.

-No, piénsalo bien, ¿para qué mancharnos las manos con la muerte de Hordos? El hombre es un fruto viejo, carcomido y putrefacto que pronto caerá de la rama y entonces la tierra se lo tragará para siempre. No hermano, tengamos paciencia, el anciano no durará mucho, dejemos que las cosas se den por sí solas. Y, sin siquiera levantar un dedo, pronto tú y yo nos repartiremos el reino.

Los jóvenes príncipes despreciaban a su padre por su servilismo al imperio romano, tutelar del territorio de Yehudá[6] que, por otro lado, era irónico que fuera el imperio al que ellos admiraban. Sentían asco por su raza indumea, a la que consideraban como una lepra, enfermedad que de cualquier forma padecían, y por ser de una madera tallada por la avaricia y obsesión desenfrenada por el poder, labrado que también ellos llevaban en los huesos. Deseaban ver a su padre muerto, más que por vengar a la madre que habían conocido de pequeños y que apenas recordaban, por disponer de la riqueza y los territorios gobernados por él con toda libertad y, finalmente, aprovechar, aunque ellos mismos lo criticaran, los beneficios personales de los que su padre disfrutaba al ser un gobernante sumiso e incondicional de Caesar Augustus. 

Desde muy joven Hordos había sido nombrado por su padre Antípatro, que era procurador de Yehudá, como gobernador de Galilea, donde había ejercido el poder ignorando de manera descarada la autoridad de Hircano, entonces rey de Yehudá, a quien posteriormente asesinó, para después casarse con su nieta Mariamme.

Con ella Hordos procreó cinco hijos: dos mujeres y tres varones. A los dos mayores, Alejandro y Aristóbulo, siempre los trató como príncipes, ya que estaba consciente de que eran herederos de la nobleza de su madre, aunque en realidad, también los consintió por el amor no correspondido que le tenía a su esposa.

Mariamme siempre sintió por Hordos un odio tan grande como el amor que él le profesó, ya que además de haber matado a su abuelo, su hermano había corrido con la misma suerte a pesar de ser aun joven. Ungido como sumo sacerdote a los 17 años, pagó el precio de ser amado por el pueblo y en un arranque de celos o como respuesta a cualquiera que amenazara su estado en el poder, una noche envió al muchacho a Yériho donde unos guardias, lo ahogaron cobardemente en un pozo.

 

 El sol de Yériho había caído como si sangrara, desistiendo el cielo con jirones de nubes manchadas de dramáticos tonos rojo. A lo lejos se dejaba ver el contorno de un jinete que se alejaba del palacio en dirección a Yerushaláyim, trazando una estela de arena a su paso.

El estruendoso sonido, producido por el violento golpe de la puerta que lleva al salón central del palacete y que resonó por cada uno de los pasillos, no fue suficiente para despertar el sueño ebrio de los hermanos. Ocho hombres robustos, de actitud prepotente, fuertes, de piel como cuero y ojos rojos agredidos por el sol, tomaron por sorpresa el lugar, empujaron a los sirvientes y tiraron al suelo cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Y Fegor, el noveno hombre, de baja estatura, obeso y con permanente expresión burlona en la cara, emanando claras señales de sadismo, gritó instrucciones a su camarilla:

– ¡Revisen cada habitación y que nadie salga de aquí, quiero a esos traidores de inmediato!

Los matones revisaron cada lugar con frenética violencia, hasta el final del largo pasillo que comunica las salas secundarias del palacete con las habitaciones donde se encuentran los aposentos reales.

En el momento que se abrió con un golpe seco la puerta de la recámara de Aristóbulo, éste se encontraba desnudo y abandonado por la voluntad, con dos mujeres sin vestimenta y de desorientada mirada. Trató de reaccionar con intoxicada torpeza, intentó incorporarse de la cama y responder en su defensa, pero sólo logró levantar un brazo para detener el manotazo de uno de sus agresores.

– ¡Imbéciles! -el joven trató en vano de intimidar a sus captores. – ¡No pueden tocar al hijo del rey, lo pagarán con su vida!

– ¡Cállate o te irá peor! -reaccionó Fegor, salpicando al gritar una sucia saliva mientras atravesaba por la puerta.

Aristóbulo fue embestido por otro de los matones, quien con una mano lo tomó fuerte de los cabellos y con la otra le agarró el cuello levantándolo como muñeco sin hilos. Lo jaló con violencia para después estrellar la cabeza del príncipe contra el marco de la puerta. El joven sollozó embrutecido con la cara bañada en sangre, mientras el pendenciero lo condujo hacia la parte trasera del palacio.

La noche de Yériho es transparente y el desierto se baña con la luz blanca de los astros. Por los patios posteriores del palacio, Aristóbulo avanzó tropezando debido a que su cerebro había sido golpeado tanto por sus captores como por el exceso de vino que le corría en la sangre. Ante los violentos empellones, sólo atinó a suplicar clemencia.

– ¡Por favor!, yo no le he hecho ningún mal a nadie, -imploró, -nada más soy un hombre respetuoso de la ley de Dios.

Detrás de las lágrimas que cubrían sus ojos, Aristóbulo alcanzó a distinguir en la penumbra una silueta para él inconfundible, de un hombre viejo de espalda encorvada, barba crecida y mirada de odio cansado; de túnica impecable y expresión impasible. Sus sentimientos danzaban entre la confusión, el odio y la cólera.

– ¡Tú! -acertó a gritar enardecido. – ¡Tú estás detrás de todo esto! ¡Le haces esto a tu propio hijo! -el príncipe enfrentaba con rabia su desgracia, – ¡maldito seas Hordos, te maldigo a ti y a tu cuerpo, deseo que te pudras vivo, que tu carne se convierta en pernil inmunda, que los gusanos te devoren en vida antes de que lo haga la tierra! La voz del muchacho se perdió en las arenas infinitas de Yériho.

Al entrar a una galera donde pernoctaban los animales, tomado de los brazos por sus captores, Aristóbulo pudo ver el cuerpo de Alejandro sin vida, de rodillas, atado con las manos por detrás a uno de los pilotes que sostienen el techo del recinto, con el torso desnudo suspendido hacia delante. Su cara miraba hacia el suelo y la sangre de su vientre encharcada en la arena.

Aristóbulo continuó profiriendo maldiciones contra su padre mientras los sicarios lo amarraban de la misma forma en que encontró a su hermano.

 Afuera de la galera Fegor, el jefe de la camarilla, se acercó con actitud servil y sin mirar a la cara a su patrón:

-Mi gran rey, he cumplido con sus instrucciones al pie de la letra y lo único que este siervo anhela es haber satisfecho sus deseos, -el viejo asintió con un movimiento casi imperceptible.

 

Del otro lado de la puerta, cuando el alba estaba a punto de brotar, los gritos de Aristóbulo atado de espaldas al poste, se mezclaron con el zumbido de una espada rasgando el viento, seguido del estremecedor chasquido del tajo que le cercenó por la mitad el cuello, y el golpe seco del filo que se clava contra el madero, quedando sólo el sonido de la metálica vibración de la hoja, en un diabólico acorde final.

“Pasan los años y sigo sin soportar los berridos de estos dos príncipes chillones”.

 En otra de las habitaciones una mujer vieja, satisfecha, escuchaba inconmovible la tragedia. Shlomit, la astuta y perversa hermana que había fraguado en la mente del rey, la arcilla el barro y la paja del odio, con el agua y el fuego de la envidia y el desprecio, para que este asesinara a su mujer; había estado ahí mismo en el palacio espiándolos desde días atrás, enterándose de todas sus conversaciones. De hecho, a ella no le importaba que los hijos de Mariamme odiaran a Hordos al punto de desear su muerte, pero lo que sí era de su total incumbencia, era el acto de que Aristóbulo y Alejandro planeaban repartir a su antojo el imperio de su padre, entonces ella y los idumeos del palacio de Hordos, serían desplazados si no es que asesinados.

El rey era un hombre con un cuerpo en descomposición al que no se le auguraba mucho de vida y cuyos oídos eran cavernas cálidas donde se podía fecundar con facilidad el hongo de la intriga, por lo que deshacerse de los hijos de “la asmonea”, como Shlomit se refería despectivamente a Mariamme, no representó para ella mayor problema.

 

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