Cuento «El presagio del torreón» por Carmen Ros Aguirre

Carmen Teresa Ros Aguirre nació en León, Guanajuato. Es cofundadora y codiseñadora de la licenciatura en Creación Literaria de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, en donde es profesora e investigadora de tiempo completo. En la Universidad Iberoamericana obtuvo los grados de licenciatura en Comunicación, así como la maestría y el doctorado en Letras Modernas. Ha impartido curso-talleres de escritura artística en el Centro Cultural Tlaltelolco (UNAM); en la licenciatura en Creación Literaria en Casa Lamm y talleres de Creative Writing en Florida International University. Ha ofrecido diplomados de Creación Literaria en el Centro Cultural Helénico; en el FONCA del Estado de
Hidalgo, de Campeche, y para la Asociación de Escritores en Lenguas Indígenas. Igualmente, ha sido jurado del Concurso Nacional de Cuento Preuniversitario Juan Rulfo y otros certámenes Ha publicado cuento, novela, reseña, entrevista, reportaje y ensayo. Colaboró en El Nuevo Herald de Miami; fue guionista de Discovery Channel, People + Arts, B.B.C. y Global Education Fund.

Compartimos con ustedes el cuento «El presagio del torreón» de la escritora mexicana Carmen Ros Aguirre el cual forma parte de la Antología de Cuento Latinoamericano Contemporáneo, un ambicioso proyecto editorial dirigido por Astrolabio Editores. Este proyecto tiene como objetivo brindarnos un panorama completo de lo que se escribe hoy en el género del cuento, posiblemente el género más leído en América Latina.

El presagio del torreón

Mis primos vivían al lado del torreón, que era de cantera y tenía cuatro pisos. En el último, que podíamos ver desde la ventana de mi habitación, había almenas por donde habrían disparado arqueros, de haberlos habido y fueran tiempos medievales. La calle era Pedro Moreno, en el centro mismo de León. El edificio estaba habitado —se decía— por una anciana. Pero nunca nadie, que supiéramos, había visto entrar o salir a persona alguna. Las ventanas de la planta baja, estrechas y altas, permanecían cerradas a toda hora, todos los días y todas las noches. Los tres primeros pisos del torreón tenían balcones, en donde se posaban palomas. Por las mañanas, cuando íbamos al colegio, escuchábamos el zureo.

Fue cosa de Salvador, el más imaginativo de mis primos, proponer que el día que apareciera un cuervo en una de las balaustradas, sería la señal para meternos al torreón. Cuando lo dijo estábamos en mi recámara, hacíamos el dibujo del castillo de enfrente, así le llamábamos. Artistas consagrados como ya éramos a los once años, fuimos a Casa Santiago a comprar cartulinas, lápices de puntas con diversos números y difuminadores. Por ser clientes asiduos, el dueño solía obsequiarnos algún lápiz adicional o borradores de goma. Acercamos una mesa a mi ventana y nos pusimos a copiar el modelo. Yo en mi versión y mi primo en la suya. 

Cuando yo estaba dibujando la imagen de la propietaria del castillo —una mujer detrás de la ventana, con rayas en la frente y en los rabillos de los ojos—, Salvador delineaba  un ave negra sobre uno de los balcones y fue cuando se le ocurrió la idea del cuervo. Miré su copia. Salvador era minucioso y paciente. Yo podía hacer esbozos muy rápidos de figuras femeninas, pero no alcanzaba la calidad de las líneas arquitectónicas que trazaba mi primo.

Dije que sí a lo del cuervo porque nadie había dado noticia de la presencia de ese tipo de pájaros en una calle transitada por vecinos, trabajadores de una carpintería, alumnas de la escuela comercial de Jesusita Coronado, clientes tempraneros del bar de la esquina y un continuo flujo de coches, camiones de pasajeros y de carga. 

Salvador se asomó a mi obra. Me ofreció dibujar un avechucho detrás de la ventana, junto a la vieja, si, a cambio, yo trazaba una señora al lado de su cuervo en el balcón. Acepté. Eso significaba que mi primo me reconocía como mejor dibujante que él si se trataba del cuerpo femenino. Miré el torreón de enfrente antes de comenzar, para inspirarme. Hice una dama con ojos enormes, más grandes que su boca y con pestañas agudas, tirantes. Una mano sobre el balaustre y otra a punto de tocar el pájaro. Los dedos flacos, las uñas largas. Me henchí. Salvador jamás me igualaría. Fue entonces que mi primo levantó la vista y luego la voz: No puedo creerlo, Carmen, mira, ahí está un cuervo.

Era verdad.

Subimos a la azotea. Desde ahí había que estirarse hasta alcanzar con la mano la barandilla del balcón del tercer piso. Sujetarse. Luego, con un pie hacer palanca para tomar un impulso brioso y llevar el otro pie hasta la balaustrada. Concéntrate, me dijo Salvador, que ya estaba en el balcón y me había cogido de la muñeca. Mi corazón cabalgaba, le sentía volar las crines.

Ya en la terraza, empujamos una de las puertas y se abrió. A nuestro paso crujían los pisos de madera. Salvador me hizo señal de no hacer ruido y dijo con voz apenas audible: Que no nos oiga la vieja. Por el balcón abierto entraban franjas de luz solar. Pudimos ver muebles desvencijados. Alfombras con agujeros. Desgarros en las cortinas. Polvo acumulado a lo largo de décadas y de olvidos. Nos acercamos a un escritorio. Sobre su superficie había un libro abierto, en las páginas 55 y 56. Era de medicina, del siglo XIX. Tenía imágenes de extremidades humanas deformes, infladas como globos largos. Un brazo a punto de reventar, la muñeca estrangulada por la hinchazón; los dedos, cinco bulbos. Una pierna tan ancha y pareja como la de un paquidermo. Se leía al pie de los dibujos: “Elefantiasis. La piel de quienes padecen esta enfermedad adquiere una textura parecida al cartón”. Un aire súbito y sigiloso cerró la puerta, y las penumbras se nos vinieron encima. Salvador, de puntillas, se orientó hacia el balcón. Lo seguí. Salimos con una estampida en el pecho, era tal el susto. En la terraza, respiramos y calculamos el salto de regreso a la azotea de la casa de mis primos. 

Salvador, los labios más blancos que un papel, dijo que prefería quedarse en su casa. Yo volví a mi habitación. Iba a cerrar la ventana, pero percibí el acecho de una mujer que me veía desde una de las almenas del castillo. Sus ojos eran muy grandes, desproporcionadamente grandes, las pestañas filosas. No sé cómo pude ver esos detalles desde una distancia que lo hacía imposible. Un aleteo negro le cruzó el rostro. No le conté nada a mi primo. Nunca me lo creería. Todo esto se me hace presente ahora, cerca mi cumpleaños número 56. Hace una semana me diagnosticaron, en la pierna izquierda, un linfedema, que es otro nombre para designar la elefantiasis.

La Antología de cuento latinoamericano contemporáneo es un proyecto editorial dirigido por Astrolabio Editores y la Fundación Grupo Latino, tiene como objetivo brindarnos un panorama completo de lo que se escribe hoy en el género del cuento, posiblemente el género más leído en América Latina.

Deja un comentario