Cuento «El pantalón» por Adriana Pazos

Adriana Pazos Bogotá, 1963. Colombiana radicada en Toronto, Canadá desde el año 2000. Ingeniera Civil, Master en Ingeniería Ambiental, Especialista en Gerencia de Negocios. Aprendiz de escritora en los Cursos de Escritura Creativa de la Universidad de Toronto desde el 2018 hasta la fecha. Fundadora del Evento “La Palabra se toma La Palabra”. Publicó el libro Memorias de La Palabra se toma La Palabra, compilación de cuentos de los primeros diez años del evento, impreso por Asquit Press, Toronto Public Library, 2015. Participó en las antologías Nostalgia bajo cero y La casa en el arce de la Editorial Lugar Común (Ottawa, Canadá), en el 2020 y 2022 respectivamente.

Compartimos con ustedes el cuento «El pantalón» de la escritora colombiana Adriana Pazos, el cual forma parte de la Antología de Cuento Latinoamericano Contemporáneo, un ambicioso proyecto editorial dirigido por Astrolabio Editores. Este proyecto tiene como objetivo brindarnos un panorama completo de lo que se escribe hoy en el género del cuento, posiblemente el género más leído en América Latina.

El pantalón

El vapor de la plancha se elevaba sobre el entrepaño húmedo mientras Lucía, con rostro sombrío, se aseguraba que la línea central de las mangas del pantalón de paño estuviese perfectamente en su sitio. «Qué ironía —pensaba ella—, nadie se los verá, solo abrirán el ataúd del pecho hacia arriba y después lo cremarán; pero soy incapaz de no plancharlos como a mi papá le gustaban».

—Este le queda mejor, mamá, ese otro le queda grande, parece prestado  —se escuchaba a Clara en la habitación de al lado.

—Ay, no, mijita, no voy pa’ fiesta, mire esos botones —protestaba Soledad revisando el vestido que su hija le extendía.

—Los tapa con el chal, mamá. Este se le ve mucho mejor.  Yo sé que eso a usted no le importa, pero acuérdese que hoy a la que van a mirar más es a usted. Además, va toda esa gente de la fábrica. Déjeme, le ayudo.

Lucía dobló cuidadosamente la camisa blanca, la corbata de rayas, la chaqueta del vestido y el pantalón recién planchado. Colocó todo dentro de la bolsa plástica que llevaría a la funeraria. Entró en la habitación donde Clara vestía a su madre en busca de ropa interior blanca para su papá. No sabía si debía o no incluirla, pero igual lo hizo y volvió a salir.  No se imaginaba a su papá usando su único vestido de paño sin calzoncillos. Con movimientos mecánicos, Lucía cepilló sus cabellos cortos frente al espejo de la entrada de la casa, y notó cómo sus canas incipientes se habían multiplicado desde la última vez que se había fijado en ellas.  Ella era la mayor de las dos hermanas, recién cumplía los cuarenta, pero parecía de más. Las hijas se veían casi de la misma edad que la mamá. Las dos hermanas envejecidas prematuramente, no por exceso de vivencias, sino, por el contrario, por la cantidad de restricciones y prohibiciones de ese padre tan estricto y receloso.

En su mente repasó la lista de lo que tenía que llevar para el servicio funerario y recogió todo lo necesario: la bolsa plástica, los documentos, el dinero y el broche plateado que le habían dado cinco años atrás a Oscar, su padre, cuando cumplió los treinta y cinco años de servicio en la fábrica. Maldita fábrica donde se le fueron embobinando los días construyendo motores eléctricos hasta que sus ojos no dieron más y lo sacaron por considerarlo un riesgo laboral.

¡La felicidad de Oscar cuando recibió ese broche de la mano del mismísimo dueño de la fábrica! Parecía que no cabía en su traje… el mismo traje de paño con el que ahora lo iban a velar. Ese fue el único día que Soledad y sus hijas visitaron la fábrica donde Oscar había pasado más de la mitad de la vida. La fábrica es mi vida, decía Oscar cuando se pasaba de tragos.  «Recuperaré ese broche», pensó Lucía.

Después de abrazar a su madre, Lucía salió hacia la casa funeraria, donde debía llegar antes que todos con lo que le habían pedido. Entregó el paquete al encargado, le encomendó recuperar el broche antes de pasarlo a la cremación y completó los trámites administrativos. En una hora se abriría al público la sala de velación, como se abriría también una bóveda secreta de la vida de su padre.

Difícil explicar el orden de los hechos, todavía confusos. Como si se tratara de una planeada manifestación, a lo largo, o corto, de las tres horas de velación, fueron llegando una por una, dos, tres, cuatro y cinco. Cinco mujeres diferentes que buscaron hablar con las hijas del difunto. Todas dijeron haber trabajado en la fábrica. Todas venían acompañadas de uno o dos hijos de Oscar. ¡Siete hijos en total!  Lucía y Clara no alcanzaban a sobreponerse de una cuando llegaba la otra. Capotearon cada embestida con dignidad, intentando proteger a Soledad para que no se diera cuenta, pero no había forma de ocultar tamaña procesión de inesperadas dolientes. Soledad y toda la funeraria se enteraron.

—¡Por Dios!  ¿A qué horas? ¿Cómo es posible? ¿Cómo nunca nos dimos cuenta? ¿Y por qué hoy? ¿No hay un poquito de compasión con mi mamá? Por nosotras qué importa, ¿pero con mi mamá?

—Lucía, vaya dígales a esas viejas que ni se aparezcan en la iglesia, yo me quedo aquí con mi mamá.

Déjelas, mijita, no se ponga así; ellas tienen derecho —musitó Soledad mientras se sonaba.

—¡Qué derecho ni qué derecho! Lo que vinieron fue a tirarse el sepelio de mi papá, alcahueteadas por los chismosos de la fábrica. Vaya uno a saber si de verdad tuvieron algo que ver con él. ¿Cómo creen que mi papá tenía con qué? Lo que quieren es sacarnos plata, pues se jodieron, ¡viejas pendejas!

—Cálmese, mijita, cálmense las dos. No se pongan así, yo sé por qué les digo.

—¿Cómo así, mamá? ¿Usted ya sabía de todas estas viejas? ¿Usted sabía de los siete hijos?

—Ay, mijitas, yo sabía que su papá tenía sus cosas, pero no les conté para no preocuparlas, ¿ya ven cómo se ponen? Además, nunca nos faltó nada en la casa.  Déjenlas que recen por el alma de su papá, que harto lo necesita.

Las cinco mujeres con su prole pasaron de la funeraria a la iglesia donde se celebraría la misa. El féretro pasó a segundo lugar, los ojos de los asistentes, en su mayoría gente de la fábrica, se movían curiosos entre Soledad, sus hijas y las otras mujeres, todas ubicadas lo más lejos las unas de las otras, como si esto fuera posible en ese recinto que parecía encogerse.

El desconcierto, la rabia y la impotencia se apoderaron de Lucía, que no lograba ponerle atención al cura. Le dolía lo de su papá, claro que le dolía, pero el silencio cómplice de su mamá la quemaba. Cuántas restricciones y prohibiciones, cuántas reglas cumplidas, cuántas horas de soledad, cuánta maldita asquerosa falsedad.

Al salir de la iglesia, el encargado de la casa funeraria buscó a Lucía y le entregó un paquete. «El encargo que me hizo del broche y lo que no se usó», le dijo. Lucía abrió el paquete, sacó su contenido: el broche, el pantalón de paño, los calzoncillos blancos. 

Oscar, tendido en su ataúd, con el torso exhibido, había lucido impecable, bien peinado, camisa blanca, chaqueta y corbata a rayas. El resto de su humanidad, la que lo gobernó, reposaba rígida y desnuda en la oscuridad, frente a todos. Como su vida.

La Antología de cuento latinoamericano contemporáneo es un proyecto editorial dirigido por Astrolabio Editores y la Fundación Grupo Latino, tiene como objetivo brindarnos un panorama completo de lo que se escribe hoy en el género del cuento, posiblemente el género más leído en América Latina.

7 comentarios en «Cuento «El pantalón» por Adriana Pazos»

  1. Uy, un relato breve pero hondo. Gran habilidad narrativa de la autora para decir tanto con tan poco. Lenguaje muy colombiano, cachaco: “ Lucía, vaya dígales a esas viejas que ni se aparezcan en la iglesia…” “ Lo que vinieron fue a tirarse el sepelio de mi papá…”
    Felicitaciones. Siga contándonos relatos de nuestra realidad fantástica.
    Garcia Márquez decía que uno tiene tres vidas: publica, privada y secreta. Pero no aclaró que en secreto se pueden tener varias vidas, como lo demostró Óscar con cinco.

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