Les compartimos el primer cuento del libro Los leones rojos sólo duermen en las noches cálidas del autor Luis Torres. 

Sobre el autor: Luis Torres, nacido el 02 de octubre de 1986. Egresado de la carrera de Historia de la universidad de Guadalajara, pero sus intereses se extienden a la literatura, las ciencias, la filosofía y el cine. Quedó entre los finalistas en el Premio Caligrama de Relato Fantástico en 2011 y 2012. Ha sido publicado en Revista Justa de editorial Jus, en los meses de agosto, octubre y noviembre de 2013. Todas las ocasiones que colaboró.

 

Ante sus ojos

Estoy ante los sucesos más lamentables. Muertes y mutilaciones están aquí, en la gloriosa ciudad, ante los mismos ojos de Dios, mi noble señor, que ha dejado su cuerpo en harapos para salvarnos. Mas mis hermanos creen en alguien más, en algo más: en la violencia. Sus ojos están llenos de morbo, hay una lujuria sombría en ellos. Que Dios los perdone, yo no creo poder.

Parece un anciano, uno de esos que juega con sus nietos y les cuenta historias, que los besa en las mejillas y acaricia sus pequeñas cabecitas. Otra razón para no fiarme de las apariencias, si nos hubiéramos quedado en eso, en su aspecto bonachón, jamás lo habríamos tomado por lo que es: un brutal asesino. Pero éste tiene una particularidad, las balas apenas lo movieron y él nos derrotó con una fuerza que, juro por Dios, no podría describir como humana, a eso sumémosle su muy inusual muerte.

Aquí yace su cuerpo, ése que ya no emite la voz de animal macabro ni los ojos violentos de mirada penetrante. En su abdomen está una línea perfecta, encarnada, con rastros de sangre por doquier, el tajo, aunque nadie pudiera creerme (ni yo lo creo), parece haber sido hecho de adentro hacia fuera. Sin embargo, ahora me siento muy capaz de creer en imposibles, se me han dado motivos.

Soy el mejor en lo que hago, y Franco, reconozco, es competente, pero ante tanta rareza me siento completamente desarmado. El rostro de Franco me dice que compartimos tal estado. Hacemos interrogatorios. Tal vez alguien de la zona haya notado las peculiaridades que ensalzaron al señor Valdivia en sus últimos momentos de vida, pero, con plena decepción, caemos en cuenta que nadie vio nada extraño. Y volvemos a quedarnos con las manos vacías.

Ya he descrito la forma en que encontramos a Valdivia, prácticamente partido en dos. Funesto es el viaje de camino a la jefatura. Franco y yo no tenemos ánimo de poner en práctica nuestra habitual charla plagada de sarcasmo e insultos disfrazados. Estamos prácticamente en la inopia.  Yo busco alguna explicación lógica para esta violencia. Luego busco las explicaciones que se escapan a la razón. Nada. No tengo nada. Y estoy seguro de que Franco realiza justamente el mismo ejercicio mental que yo, y que ha llegado a la misma conclusión. Ninguna pista. Únicamente silencio en nuestro vehículo. Después de un rato sólo pienso en qué diantres le iba a decir al jefe, y en qué iban a decir los otros inspectores cuando descubrieran que el tan mencionado equipo estrella que decidió conformar él con Franco y conmigo había fallado. “Sus egos les van a estorbar”, “se van a neutralizar”, “a ver si es cierto que son tan buenos”, eran los comentarios que había escuchado mientras todos nos veían salir de la oficina del jefe justo después de haber formado tal dúo.

Cuando llegamos con el jefe, nos puso en una posición incómoda, cerca estuvo de decirnos “inútiles engreídos”, preguntando si no suponíamos que el móvil del asesinato de Valdivia no era venganza, pues también tenía sus crímenes a cuestas. Nos dice que no buscamos bien, pues aquello fue brutal, al menos una gotita de sangre debió quedar para dar testimonio. Al final deja todo en las manos del equipo de ciencias forenses. Ninguna de esas tontas tecnologías le puede ganar al talento humano, pero si el jefe se quiere arriesgar con  esas idioteces, allá él.

Nos mandan a patrullar el barrio de San Juan de Dios, un sordo castigo, claro está. En la estación nos quedaba claro que si alguien era mandado a aquel barrio era porque el jefe estaba insatisfecho con su trabajo. En privado, habiéndole pedido a Franco que saliera, me habló con ese tono familiar que utilizaba al visitar la casa. Sí, el jefe y mi padre se conocen desde hace años, por eso, desde que me ascendieron como inspector, siempre hay cuchicheos, la mayoría alimentados por Franco, diciendo que todo se debe a esa amistad y no a mi habilidad. Claro que lo dice por envidia, pues nunca será tan bueno como yo, y él lo sabe, yo llegué a donde estoy debido a mi esfuerzo y aptitudes.

Gracias a Dios, el jefe casi nunca me habla con familiaridad, sabe que me molesta. De vez en cuando lo hace, pues tampoco es bueno olvidar esa amistad de la noche a la mañana.

   Ahora estamos en el barrio de San Juan. Todo lo que había escuchado sobre este lugar se queda corto. Es de lo más pintoresco que he visto en mi vida. Al principio mi sobresalto no tuvo fin. El impacto a todos los sentidos es notable, hay un mal olor, que quizás resulta del río que descansa debajo de esta calzada; la publicidad en enormes cartelones satura la vista, pósters de luchas a desarrollarse en una tal arena Canada Dry, y en la arena Coliseo, de la plaza de toros y de sitios de mala muerte. A Franco parece no afectarle el ambiente, intuyo que conoce la zona, quizás ésta fue el área en la que empezó su carrera, no sé cómo pudo hacerlo, hasta donde sé Franco es de buena familia, debieron ser difíciles los primeros días aquí. Fui afortunado, esto no se parece a las calles de las colonias del occidente de la ciudad en las cuales empecé mi carrera, un guardia de la penitenciaría debe ser más afortunado que el que normalmente patrulla este espacio.

Entre las sospechas de Franco estaba un problema entre el gremio de artesanos, eso explicaría la similitud entre las muertes. Pero eso no deja de lado los modos grotescos de Valdivia o esa voz que espantaba a los animales como el rugido del león, y más aún, eso no explica cómo era capaz de resistir las balas. Yo le digo que sospecho de una venganza y que el asesino usó los métodos de Valdivia para confundirnos. Él ríe como desmeritando mis conclusiones, y yo me río de su risa, insultando su teoría del gremio. Ambos callamos de golpe. Quise refutar su versión preguntándole: “¿y en dónde encaja el vagabundo asesinado y enfundado en piel ajena?, ¿acaso ese lastre de la sociedad era a la vez un artesano?”. Silencio. Creo que al refutar la teoría de Franco salí yo también lastimado, después de todo volvíamos a tener nada.

Durante nuestra ronda una mujer se acerca a nosotros, al parecer se la pasa vendiendo flores para subsistir. Su andar es errático y su voz tan chillona como los llantos del purgatorio. Es cierto que estas lacras viven en las condiciones más lamentables. Se lo buscan, no existe cosa en este mundo que no se busque uno mismo, Dios nos ha dado el libre albedrío por una razón, pero nosotros lo desperdiciamos en bebida y otras perdiciones.

La mujer oculta su rostro tras un extraño velo rojo, pero no puedo negar que, lo poco que veo, resulta peculiarmente atractivo. Sus pasos hacia la patrulla se vuelven más veloces cada vez, trae su montón de flores en sus sucias y descaradas manos, pero de repente, justo cuando sus ojos marchan a mirar a Franco, se detiene. Nosotros, sin embargo, no tenemos tiempo de fijarnos siquiera en esas nimiedades con aquel asesino suelto. Al parecer Franco también notó profundamente a la mujer. Nuevamente, eso no es algo que me importe.

 Franco recapitula, observa algo muy cierto, crímenes tan violentos no se han visto en esta ciudad más que en tiempos de guerra. Y sentencia algo que redimensionó por completo mi perspectiva del caso: que hay una guerra en plena ciudad o que estamos ante el inicio de la misma. Que detrás de toda guerra hay actos atroces cargados de odio, intereses en disputa y al menos dos bandos. Que teníamos a la vista los actos atroces, y que entonces debíamos preguntarnos: ¿Quiénes son los bandos? ¿Y por qué están luchando?

¡Maldita sea! ¿Cómo es posible que yo no lo hubiera pensado? Esa idea es brillante, es lo mejor que se nos hubiera ocurrido en todo este tiempo, y se le ocurrió a él. Debo pensar en algo que empareje las cosas, así que, con un poco de impotencia, digo lo primero que cruza mi mente.

—Piel. La piel parece tener un rol fundamental en todo esto. Piensa en el vagabundo, en la mujer a la que Valdivia dejó incapaz de declarar, en el propio Valdivia —hago silencio—. Sé que te puede sonar loco, pero la verdad creo que esto va más allá de lo normal, me duele tener que decirlo, pero sospecho que algo sobrenatural está pasando. Bien sabes que soy un hombre de fe, y así como creo en Dios todopoderoso, estoy seguro de la existencia de su adversario.

Franco, a diferencia de lo que esperaba, se torna serio y evita su risa sarcástica. Sin darnos tiempo de terminar nuestro patrullaje, llega Sánchez corriendo como loco, diciendo que debíamos ir a la jefatura de inmediato, ya que los forenses habían encontrado algo importante dentro del cuerpo de Valdivia. No titubeamos nada para poner el coche en marcha.

En la oficina del jefe se respira un aire tenso. Franco hace un comentario de mal gusto que incomoda más al jefe y que no vale la pena repetir. Un representante del equipo forense lleva un paquete en la mano, que deposita en la mesa del jefe justo cuando arribamos. El jefe le pide al hombre del paquete que nos explique lo que habían encontrado. Éste, empleando varios tecnicismos que no puedo entender, nos dice que justo cuando se dieron por vencidos encontraron una incisión milimétrica a la altura de la garganta y que fue de ahí donde extrajeron lo que a continuación sacó de la caja que estaba en la mesa del jefe, no sin antes recordarnos que teníamos que usar guantes si queríamos tener aquello entre nuestras manos.

Me coloco los guantes cuando puedo ver un papel blanco aprisionado entre dos placas de vidrio, de esas que usualmente utilizan en los laboratorios. El forense, cuyo nombre es Bernardo, nos explica que el papel estaba enrollado e insertado en la tráquea del occiso, nos entrega una lupa a cada uno para que pudiéramos leer el contenido; el primero en leer es el jefe. En tanto, Bernardo nos da el informe del análisis del cuerpo, parecen puros datos irrelevantes. Nuestro superior termina de leer y es el turno de Franco. No noto ningún gesto en el jefe que revelara su estado de ánimo después de revisar aquello. Deseo fervientemente examinar cuanto antes la que sería nuestra única pista real.

Bernardo nos dice otro dato curioso del caso mientras Franco me pasa el papel. Franco, por primera vez en mucho tiempo, pierde el semblante sereno y muestra uno altamente consternado. Tengo el pliego en mis manos, pero prefiero escuchar las palabras de Bernardo antes de posar mis ojos sobre el mensaje. Al parecer todos los homicidios habían sido cometidos con la misma arma, y que ésta, a la que no le pueden dar nombre, no es de ninguna manera de Valdivia. Las certezas metafísicas son ahora las más posibles.

Leo el mensaje y no dice nada claro, me deja en incertidumbre, aunque por la reacción de Franco, parece que nos han dado otra pista. Franco me confiesa la decisión que ha tomado, y ésta nos lleva al sanatorio mental.

Cuando le comento al jefe la idea, él dice que no deberíamos dejarnos guiar por la intuición de Franco, pero incluso él debe reconocer que sólo eso tenemos, así que debemos arriesgarnos. A eso le sumábamos que Franco iría con o sin permiso. Al parecer ese papel tiene escrito algo que está relacionado con el abuelo de mi rival, aun si ignoro el cómo. Está loco, de eso no tengo dudas, y en otras circunstancias no haría caso de sus palabras, ni siquiera consideraría entrevistarme con uno de ellos. Eso en sí es prueba suficiente de lo desesperado que estoy.

Nos dirigimos pronto y sin tardanza. Al entrar al sanatorio, le digo a Franco que esperaría en el auto mientras hablaba con su abuelo. En efecto, me quedo ahí hasta que algo se roba mi atención: la mujer que encontramos durante el patrullaje entra tranquilamente al lugar. La sigo, pero un guardia me impide el paso. Le digo que mi compañero está con su abuelo y que yo quiero hablar con el doctor que lo atendía. Una vez dicho eso, el guardia me sonríe amistosamente y me conduce con el doctor Javier Gómez.

Al preguntar sobre el estado de Matías Franco, el doctor dice que llego en mal momento, pues un voluntario que le había ayudado mucho a él y a otros había muerto. Con sorpresa me entero que aquel buen samaritano era Aldo Valdivia. Los cabos comienzan a hilvanarse.

Mi profesionalismo no le puede ganar a mi obsesión con los misterios, y tuve que inventar que había visto entrar a una mujer que al parecer había sido vista cometiendo faltas a la moral, le pido el favor de que facilitara su nombre y una entrevista con ella. El doctor Gómez me mira inquisitivo. Intuyo que no creyó mis palabras, parece un doctor severo, pero al tiempo amable. Viene de la capital, tiene la malicia que desarrollan los de allá al tratar con tanta gente baja y mentirosa. Otros indicios son su tono que trata de disfrazar y el cuadro del presidente de la República en la pared del fondo. El retrato del Gobernador es el que prevalece entre los hombres de este estado. No obstante me revela el nombre de la mujer. Ella dice ser Ana, sin más nombres ni apellidos, y que la encontraron predicando el apocalipsis en las afueras del templo de la colonia de las Tenerías. Por lo pronto no podía ofrecerme una entrevista y ya había hablado con el gendarme encargado de la zona para que permitiera su reclusión en el sanatorio antes que en la cárcel. Que ella accedió tranquilamente a entrar y que la estarían analizando en busca de justificaciones mentales para su comportamiento irracional. Mi obsesiva necesidad de mirar su rostro tendrá que esperar.

Sin más que decir, me dirijo al auto, recapitulando las pistas e información que tenemos; la extraña nota en la garganta de Valdivia y la coincidencia de estar él en constante contacto con los locos, sin duda había conexión. La mujer que afirma la llegada del apocalipsis, anunciando a voces estentóreas de clarín lo que se vislumbra inevitable.

“Los leones rojos sólo duermen en las noches cálidas”. Sin duda un cuchicheo de Satán, y los leones sus palabras. Una secta tal vez, lo que nos da uno de los bandos de aquella guerra que Franco afirma. Dios, dame fuerza y tu guía.

Deja un comentario