Johanna Isabel Castillo | Enero 2025

Johanna Isabel Castillo egresada de la Institución Educativa Antonia Santos, en Sucre. Estudiante de química pura. Con diecisiete años ha participado en varias actividades y encuentros de literatura y cultura, siendo también una destacada estudiante.
El día que enterramos a mi madre llovió desde la mañana. Vivía en una mansión enorme que heredó de mi tío, quien la heredó de mi abuelo. Me era difícil creer que mi mamá había muerto de locura; su persona la recordaba como la más feliz y cuerda que conocía, pero era, al parecer, cosa de familia, pues de lo mismo murieron los otros dueños de la casa, que ahora es mía.
Cuando llegué a ver la propiedad, un frío me abrazó las costillas como si no tuviera piel alguna.
—Hace frío de este lado del mundo, ¿no? —me comentó a manera de saludo el ama de llaves, más pálida que el papel—. Remodelamos todo; su madre había dejado unas cosas rotas. Yo ya debo irme de vacaciones, esta casa lo hace a uno olvidar lo importante.
No entendí bien sus palabras ni les di vueltas; a esa vieja prefería evitarla. La primera noche comencé a entender cómo mi sangre estaba maldita.
Después de apagar las luces para acostarme, apareció como salido de una pesadilla, la más terrible de las visiones, con colmillos y cuernos: el propio demonio. Cualquiera en mi situación se habría ido corriendo al más lejano de los pueblos, pero no era una posibilidad para mí; estaba atado al suelo, no paralizado ni nada. Quería permanecer allí, estaba unido a la casa.
Hice un movimiento de amenaza para espantar al diablo, pero este me contestó imitándome. Es lo último que recuerdo.
Al despertar, estaba en mi cama, rodeado de mosquitos, creyendo que todo había sido un sueño. Di un paseo por la casa para asegurarme de que no hubiera nada a lo que tener que atacar, pero no había nada más que una casa maravillosamente decorada. El día anterior no había percibido con claridad la belleza de las pinturas y los ornamentos que me rodeaban; vivía como en un paraíso. Esos pensamientos me distrajeron del miedo de la noche anterior, permitiéndome entregarme por completo a la casa que me daba caricias. Hasta que cayó la noche y llegó con ella la gélida sensación. Esta vez lo vi mientras cepillaba mis dientes; se mofaba de mí cepillando sus enormes colmillos. No grité, me quedé quieto y él lo hizo también.
—Hola —dije como idiota.
—Hola —me contestó al mismo tiempo que yo hablaba, como adivinando mis palabras.
Y de nuevo, no recordaba nada.
Me estaba empezando a cansar de la situación, así que al día siguiente decidí sostener una espada desde el amanecer hasta mi muerte. Aquel espíritu no me hacía daño alguno, que yo supiera, pero había algo en sus ojos que me obligaba a anhelar su aniquilación. Cuando se asomó el atardecer, fui a la sala donde lo vi por primera vez. Ahí estaba, sonriendo de manera chueca, del mismo modo en que yo lo hacía.
Sin pensarlo, le lancé la espada; después de eso, sentí el vidrio clavarse en mi pecho, cabeza y brazos.
El monstruo ya no estaba, vivía en mi reflejo. Vivía en mí, era yo.