Cuento «Entre dos mundos» por Lina Andrea Preciado Cano

Entre dos mundos - Lina Andrea Preciado Cano - Revista Alquimia

Lina Andrea Preciado Cano nació en Bogotá, Colombia. Licenciada en Español y Lenguas por la Universidad Pedagógica Nacional, Especialista en Traducción de la Universidad del Rosario y se encuentra cursando la Maestría en Publicaciones en la University of Sydney. Trabajó en la Revista Semana, en el área de Publicaciones y en la revista Estilo de Vida como traductora y correctora de estilo. Actualmente se desempeña como traductora para la Confederación Internacional de Matronas, la cual se encuentra La Haya, Países Bajos. Sus relatos se han publicado en revistas digitales como Alquimia Literaria, en España y Puentes Review, en Australia. Igualmente, algunos de sus microrrelatos forman parte de la revista académica Microtextualidades de la Universidad CEU San Pablo de Madrid, en España, y también en antologías como Tigres para Juan, de la revista literaria chilena Brevilla, M8 Escritoras que dicen y Una 44 con ocho balas, de género negro, entre muchos otras, de la Editorial Kañy de Argentina. Su más reciente publicación se encuentra en el libro Detrás de estas palabras hay una mujer, publicado en México en 2023.

Compartimos con ustedes el cuento «Entre dos mundos» de la escritora colombiana Lina Preciado Cano el cual forma parte de la Antología de Cuento Latinoamericano Contemporáneo, un ambicioso proyecto editorial dirigido por Astrolabio Editores. Este proyecto tiene como objetivo brindarnos un panorama completo de lo que se escribe hoy en el género del cuento, posiblemente el género más leído en América Latina.

Entre dos mundos

La estatua de Cronos yace en vigilia perpetua, sobre el portón que divide dos mundos: el mío y el de aquellos que reposan en el más allá. Con curiosidad, al ver tanta gente, le pregunto a mi madre si algún famoso ha muerto recientemente, a lo que contesta que hoy es lunes, día de rezarle a las almas. Me explica que muchos vienen al Cementerio Central a pedirles favores, especialmente a las que moran en el purgatorio. Recuerdo entonces que en casa de mi abuela había una imagen que, de niña, me causaba terror: el Ánima sola. Unos años después leí que el singular retrato fue creado en Cali, a mediados del siglo veinte, en una litografía cuyo dueño era un español de apellido Molinari. En su popular estampa, la número 75, había una mujer que reflejaba sufrimiento en sus ojos suplicantes mientras levantaba sus brazos encadenados, en medio de un mar de fuego.

Esta se hizo tan famosa que no había altar casero que no la tuviera, iluminada constantemente por una veladora envuelta en un papel celofán rojo brillante. Ella era la representación de una de las almas benditas del purgatorio. Seguramente el señor Molinari no tenía la intención de espantar a los niños colombianos de mediados del siglo pasado o a los de mi generación, pero la santurronería de aquella época, combinada con las historias de miedo que nos solían contar los abuelos, más el espeluznante cuadro de la perenne alma en pena, abstuvo a más de uno de cometer alguna pilatuna, a sabiendas de dónde irían a parar los pecadores del mundo. ¿Qué tan grave podría ser la falta cometida para pasar la eternidad flotando entre las llamas? ‘Muy mala’, pienso, a la vez que mi madre me conduce por las callejuelas plagadas de cuartetos tristes que laboran en el cementerio dando serenatas póstumas, pagadas por los vivos para deleite de los muertos.  

La gente divaga por la necrópolis entre las tumbas de los próceres de la patria y una que otra figura pública, encendiendo velas y murmurando la novena a las benditas almas. Lo sé porque van dejando estampitas de la dama penitente. De vez en cuando, se detienen frente a alguna hilera de tumbas de los múltiples pasillos que conforman el laberinto circular del camposanto, al tiempo que rezan y se santiguan, en señal de respeto. Los restos de mis abuelos reposan aquí y mi madre viene cada mes a ponerles flores en los diminutos jarrones de cobre, incrustados en la lápida. Bajo el pequeño osario doble que contiene lo que queda de ellos, se halla uno que está casi vacío. Desde donde espero, se ven varios objetos que no puedo distinguir y una vela parpadeante al fondo. Mi madre me aparta, como leyendo mi intención de meter la mano, al tiempo que me dice que no toque nada. Se persigna y guarda su rosario de plata, para después besar la palma de su mano y acariciar la fría losa de mármol de los Santana. Luego, descansa su brazo sobre mis hombros y me dirige por los recovecos que forman las sepulturas empotradas en las paredes. Siento curiosidad por saber cuál es el morador más antiguo y el más reciente. No pasa mucho tiempo antes de fijarme en la foto de un muchacho de mi edad, no más de 16 años. Lo único que dice en su epitafio es: ‘Con todo el amor de tus padres’. Siento un escalofrío que recorre mi espalda. Hasta ese momento no había pensado que alguien tan joven como yo pudiera solo dejar de existir.

Está oscureciendo y por aquellos corredores solitarios nunca se sabe qué se puede encontrar. Finalmente, salimos del estrecho cubículo de diminutas tumbas olvidadas. Los mosquitos, pero en especial el olor a claveles putrefactos, me revuelven el estómago al punto de sentirme enferma. El sol se está poniendo y siento cómo se me eriza la piel, mientras trato de agachar la cabeza para evitar la mirada inerte de los ángeles de mármol grisáceo del mausoleo de alguna familia perteneciente a la oligarquía capitalina. El apellido Michelsen reza en la forja de hierro que protege la entrada de su última morada. De camino a la salida, veo a lo lejos el panteón del Ejército. También uno de mis primos descansa allí. Dos soldados de piedra prestan guardia silenciosa frente a la puerta de cristal. Mamá se despide en voz alta y dice que la próxima vez que vengamos, pasamos a dejarle unas flores. Mi primo era teniente y la guerra contra la violencia de la década de los noventa se lo llevó demasiado pronto.   

La caminata para hallar la salida hace que mi corazón vaya acorde con el rítmico andar de los zapatos de tacón de mi madre. El sonido retumba, haciendo eco en las criptas semiabiertas que datan de la Bogotá de antaño. El aire enmohecido y las sombras que aparecen con la llegada del ocaso, empiezan a consumirlo todo. Una carroza funeraria se abre paso entre los últimos dolientes del día, simulando un escarabajo negro que lleva a cuestas su pesado caparazón y se arrastra lentamente en busca refugio, antes del anochecer.

Varias mujeres, vestidas de negro y mantillas que cubren sus rostros, parecen hacer caso omiso al reloj y a la oscuridad que se avecina. Van en procesión, encendiendo cirios frente a las tumbas sin nombre. Perciben nuestra presencia por el resonar apresurado de los pasos de mamá y levantan la cabeza, viéndonos pasar indiferentes, como los rostros de las fotografías amarillentas que cuelgan tras los cristales de algunos de los nichos que tienen enfrente. Las fotos pertenecen a quién mora dentro de su ataúd, detrás del pequeño muro. Mi cuerpo se estremece al pensar que los despojos inertes de aquella persona están allí, tendidos, mientras los carcomen las larvas. Solo nos separan unos cuantos ladrillos y varias capas de cemento.

De repente, suena una voz a través de un parlante, anunciando la hora de cerrar. Me atrevo a preguntarle a mi madre qué pasaría si nos quedáramos encerradas aquí. Mientras me toma de la mano, me mira y dice que tendríamos que orar a las almas toda la noche, esperando a que amanezca. Estoy segura de que ella no permitiría que eso sucediera porque está aún más nerviosa que yo. Su mano suda y está fría, así como la lápida marmórea de los abuelos.

Al final de la calle, veo la salida. Las puertas están entre cerradas y varias personas van saliendo en fila, con la cabeza baja, como meditando en la visita que acaban de hacer y la experiencia futura por la que todos habremos de pasar algún día. Al otro lado de las rejas veo la Avenida 26 que se ramifica en tres direcciones: norte, sur y al centro de la ciudad, con los Cerros Orientales de fondo. Las primeras luces blancas de la iglesia de Monserrate parecen un fantasma que se posa en la cúspide de la montaña, con su extrema blancura, en medio de la niebla que ha empezado a encapotar el cerro.

Al cruzar la puerta, siento un profundo alivio. Veo que mi madre está buscando la forma de atravesar la avenida, ya que hay mucho tráfico y el bus que nos lleva de vuelta a casa, pasa en sentido contrario. Es la hora pico y la ciudad se va engalanando con las luces de sus ventanas y todo se va tornando color noche. Nuevamente, estoy de pie, frente al guardián del cementerio. Cronos se muestra expectante, con una hoz en la mano izquierda y su brazo derecho apoyado en un reloj de arena que va marcando la hora a quienes deben acudir ante su presencia. La frase a sus pies Exspectamvs.Resvrrectionem.Mortvorvm,que traduce ‘Esperamos la resurrección de los muertos’, hace que le dirija una última mirada indiscreta, antes de ir a buscar el transporte que nos llevará de vuelta al mundo de los vivos. Respetuosamente, hago una venia y pienso ‘¿qué habrá hoy para cenar?’.

La Antología de cuento latinoamericano contemporáneo es un proyecto editorial dirigido por Astrolabio Editores y la Fundación Grupo Latino, tiene como objetivo brindarnos un panorama completo de lo que se escribe hoy en el género del cuento, posiblemente el género más leído en América Latina.

11 comentarios en «Cuento «Entre dos mundos» por Lina Andrea Preciado Cano»

  1. Vivo fuera de Colombia desde hace varios años y me encantó leer el cuento ‘Entre dos mundos’ porque me transportó a mi querida, fría y caótica Bogotá. Realmente pude apreciar a través de este texto el enigma y la ausencia que este histórico cementerio ubicado en el corazón de la ciudad resguarda.
    Muchas gracias Lina Preciado por traerme un pedazo de mi ciudad a través de este maravilloso cuento.

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  2. «Entre dos mundos» es el relato de una adolescente bogotana que a través de la narración de su visita al Cementerio Central de la capital colombiana, da cuenta de cómo está estructurada la relación con la muerte en los países latinoamericanos: Una mezcla de exagerada de devoción católica -herencia de la colonia-, de música casi festiva y de imágenes resultantes de una cultura extremadamente barroca que cuentan a su vez, la historia arquitectónica de Bogotá. Las narraciones de Lina Preciado generalmente contienen sabores, olores y sensaciones que complementa con unas imágenes analógicas muy bien logradas. Pero sobretodo, sus relatos logran sobrecoger al lector y a veces hasta erizar la piel, un efecto no muy fácil de lograr. Recomendadísimo

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  3. Cada palabra me lograba transportar a la escena que estaba en el relato fue magnífico poder volar y recordar momentos que te tocan el alma!
    Maravilloso
    Gracias!

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  4. Wow! Me hizo sentir como si yo hubiese estado allí junto an ella y su mamá en esa visita al campo santo. Un lujo como puede dar información de los mínimos detalles. Me encantó!

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  5. Preciosa descripción de una visita al cementerio. Me recuerda a esa belleza triste, adornada de tradición, que tanto gustaba a los autores del romanticismo. Sugiere que un cementerio es como una ventana opaca, que nos evoca y nos recuerda con intensidad algo que, sin embargo, no nos muestra, la frontera entre dos mundos, solo separada por «unos cuantos ladrillos y varias capas de cemento».

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  6. Increíble narración y descripción física y sensorial del espacio (recorrí el cementerio de la otra mano de la madre de la protagonista). Un final que te hace respirar de alivio por toda la tensión vivida.

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  7. Exspectamvs Resvrrectionem Mortvorvm, frase con la que el Cementerio Central en Bogotá recibe a sus posibles huéspedes.
    Gracias Lina por compartirnos este cuento.
    Saludos desde Bogotá, Colombia.

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  8. El acercamiento tangencial de una niña al mundo de los espectros y de la muerte. Cuánto nos falta por conocer de ese barco milenario a la deriva. Sólo nos queda hurgar, temerosos mas como un niño inquieto, en eso que el resto ha decidido ignorar de plano.
    Qué chévere.

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