Miguel Sarmiento | Enero 2025
Miguel Andrés Sarmiento estudiante de once de la Institución Educativa Antonia Santos, en Sucre. Con dieciséis años ha participado en varias actividades y encuentros de literatura y cultura, además de destacarse como bailarín.
Había dos familias en el pueblo de San Luis, los Montoya y los Ríos, que vivían en constante enemistad desde hacía generaciones. Nadie recordaba el origen exacto de su odio, pero cada vez que se cruzaban, las miradas se volvían frías y cargadas de rencor. Era como si el odio fuera una herencia transmitida de padres a hijos, y nadie en el pueblo osaba intervenir.
Los Montoya vivían en la colina del norte, en una casa grande y oscura, mientras que los Ríos residían en la parte baja del pueblo, en una casa rodeada por árboles y maleza. Las dos familias apenas se dirigían la palabra, y sus hijos, aunque jóvenes, ya sabían que nunca debían acercarse a los de la otra casa.
Un día, cuando Pedro Montoya, un joven de diecisiete años, estaba regresando de la escuela, se encontró con Javier Ríos, el hijo de la familia rival. Había algo en la mirada de Javier que era diferente, como si ya no quisiera seguir con la enemistad. En un impulso, Pedro se acercó y, con una sonrisa tímida, le preguntó: «¿Nunca has pensado que todo esto es absurdo? ¿Que podríamos vivir en paz?»
Javier, mirando al suelo, asintió lentamente. «Lo he pensado, pero no podemos cambiar lo que nuestras familias han hecho, ¿verdad?»
Antes de que pudieran seguir conversando, un grito de furia resonó desde la casa de los Ríos. La madre de Javier, al verlo hablar con Pedro, se acercó corriendo, gritando y acusando a los Montoya de corromper a su hijo. Desde la casa de los Montoya, el padre de Pedro escuchó los gritos y salió furioso, tomando una vara de hierro.
En un abrir y cerrar de ojos, la paz que parecía asomar se esfumó. Pedro trató de detener a su padre, pero la ira de los dos hombres ya se había desbordado. En un momento de caos, Pedro y Javier intentaron separarlos, pero fue en ese instante cuando el padre de Pedro, cegado por la rabia, empujó a Javier sin querer. El joven cayó hacia atrás, tropezó con una roca y su cabeza golpeó el suelo con un sonido seco y horrible.
Pedro se quedó helado, mirando a su amigo. Javier estaba inmóvil, con los ojos abiertos, pero sin vida. La sangre de su rostro se extendió rápidamente por la tierra como una mancha oscura que parecía devorar todo a su alrededor.
La paz que había tenido lugar durante unos segundos desapareció para siempre. Pedro, horrorizado, miró a su padre, quien lo observaba con los ojos desorbitados, como si también hubiera perdido la capacidad de entender lo que acababa de suceder.
El pueblo entero se enteró de la tragedia al día siguiente. La familia Ríos, completamente destrozada, exigió justicia, mientras los Montoya se encerraron en su casa, temerosos de las consecuencias. Al final, los Montoya tuvieron que abandonar el pueblo, ya que su nombre se había vuelto sinónimo de muerte y odio. La familia Ríos, por su parte, nunca pudo perdonar el asesinato de su hijo. El pueblo, en silencio, quedó marcado para siempre por esa enemistad tan antigua que terminó con la vida de un joven que solo quería ser libre de la carga que sus padres le habían impuesto.