María Camila Castillo | Enero 2025
María Camila Castillo estudiante de once de la Institución Educativa Antonia Santos, en Sucre. Con dieciséis años ha participado en varias actividades y encuentros de literatura y cultura, siendo también una destacada estudiante.
Cuando el sol baña la tierra de Arboleda, los habitantes saben que ha comenzado un nuevo día de miseria. No importa si van en carro, barco o buey; siempre se sentirá en el lenguaje secreto del viento la melancolía absoluta. La carretera que viene y va ve cómo las almas más muertas que vivas caminan con sus bolsas repletas de tomates y espinacas, parloteando sobre las niñas que recién se casan y los viejos que, por fin, se mueren, todo para maquillar sus almas ennegrecidas. Pero no siempre ha sido así, Arboleda. En los tiempos pasados, cuando la pesca era buena, había en el pueblo un fulgor que ardía feliz en el corazón de todos. Cada día era una fiesta, con pasteles y música como del Caribe. Las mujeres bailaban ahorcando con las faldas a sus hombres. Una de esas noches de delirio se perdieron, enredados en su brío, dos jovencitos amantes por seis meses. Al volver, seguidos de jabalíes que parecían indicarles el camino, en el vientre de la nena latían dos corazones idénticos. Fue el más alto de los escándalos. Al joven, por perverso, lo quemaron en una fogata hecha de las alpargatas de los viejos del pueblo, y de sus cenizas se hicieron marcas a los jabalíes para saberlos impuros. Y a la niña la encerraron en un convento para asegurarse de que, una vez nacidos, los borrarían de la tierra a todos. Y así habría sido, pero la niña amaneció flotando una mañana sobre la estatua de Santa Brígida, patrona de las mujeres preñadas, dando a entender así que la vida de los vástagos estaba marcada por la voluntad de Dios. El día que nacieron, se hizo la fiesta más grande que se hubiera visto jamás. Nunca había sonado tan fuerte el tambor ni tan clara y entonada la voz de Felipe.
Así pasaron los años, de celebración en celebración, mientras crecían los gemelos, que le decían mamá a cada mujer, papá a cada hombre, y hermano y hermana a cada niño y niña. Pasaban la tarde atrapando luciérnagas y salando carne de carnero para bailar hasta caerse en la noche.
Hasta aquel terrible momento en que uno de ellos lanzó una piedra a la cabeza del otro por pasarle los ojos a una mujer de la que ambos se creían dueños, desatando una lucha que terminó por dejarlos tuertos a los dos. Los viejos decidieron que era necesario quemar en fogata de alpargatas al que inició la pelea y convertir en alcalde al otro, pues supo defender su honor y, por su bienestar, destruyó hasta a su propio hermano. Un líder indiscutible. Sin embargo, no sabían cuál era cuál, así que despertaron a la niña que los dio a luz, convertida en santa dormida, que solo abría los ojos para asuntos extraordinarios.
Sin mirarlos, señaló al de la izquierda como el que inició la pelea, y aunque este intentó alegar un error, nadie se atrevió a cuestionar a la niña santa.
La fiesta del nombramiento fue casi celestial. Dicen todavía que el gemelo alcalde convirtió el agua en vino. Bailaron catorce días seguidos sin sudar una sola gota y entendieron todo aquello como una señal del cielo sobre su maravillosa decisión.
Hasta el día en que los viejos amanecieron muertos, todos de un piedrazo en la cabeza. En la alcaldía no había rastro del gemelo, solo papeles dispersos y un mensaje negro en todas las paredes del recinto: “Mi hermano no sabía tirar piedras.”
Desde entonces, no hay más que oscuridad en los días de más solazo de Arboleda.