María Carolina Castillo | Enero 2025
María Carolina Castillo estudiante de once de la Institución Educativa Antonia Santos, en Sucre. Con dieciséis años ha participado en varias actividades y encuentros de literatura y cultura, siendo también una destacada estudiante.
Había una vez un zapatero que todos los días refunfuñaba mil veces; se quejaba de todo: niños, lluvia, periódicos, aves, bailes de salón. No había para él motivo alguno de felicidad.
Se levantaba muy temprano a coser, arreglar y pintar zapatos, y se acostaba muy tarde haciendo lo mismo. Lo único que le gustaba comer o beber era café sin azúcar, porque nada más le apetecía y porque era muy pobre.
– ¿Sabía usted que hay un árbol que da dinero en el bosque de almendros? – Le preguntó una vez un pequeño cliente. Él no respondió.
-Es enorme, muy bonito. Y tiene un gran sentido del humor.
– ¡¿Pero qué clase de idiotez es esa?! ¡Lo que faltaba! Que los árboles tuvieran sentido del humor – terminó por estallar el zapatero. El niño se asustó mucho y salió corriendo, dejando sus zapatitos. Al final, su padre tuvo que ir a buscarlos.
Cuando el hombre entró, el zapatero quedó sorprendido. Nada le molestaba más que sorprenderse, así que, rojo de la ira, le tiró los zapatitos y el cambio para que se largara de una buena vez. Sin embargo, pasó todo lo contrario.
– ¿Le gusta mi traje, señor? Lo he conseguido con el dinero que da ese enorme y hermoso árbol de almendras. Debería conocerlo, tiene un gran sentido del humor – y salió riendo.
El zapatero se conmocionó mucho. La gente loca abundaba en el mundo, pero ese traje era tan hermoso, y el dinero no caería mal. Cuando se descubrió a sí mismo teniendo gusto y ambición por algo, se molestó más. Así que durmió iracundo.
A la mañana siguiente, la zapatería estaba cerrada porque, con un termo de café, se había ido el zapatero al bosque de los almendros.
Después de buscarlo entre serpientes y maleza, se encontró de frente con el árbol.
-Oh, viejo gruñón, ¿qué se le ofrece a usted sino es dormir una buena siesta? – Comentó como si tuviera chiste una voz que venía de ningún lado.
-Quiero dinero – dijo el viejo con algo de vergüenza en su voz.
-Pues dime un chiste.
– ¿Un chiste? – se estaba poniendo rojo de ira – Ah, yo sé uno: ¿Para qué van las cajas al gimnasio?
– ¿Para qué?
-Para ser cajas fuertes.
La voz de ningún lado se río tontamente. Una vez que se calló, cayeron de las hojas de los árboles muchos billetes. Él los tomó y se fue corriendo.
Al llegar al pueblo, compró muchos trajes, zapatos, queso y vino. Se metió en fiestas y dejó de quejarse. Es más, lo único que hacía era reír.
Empezó a ir cada vez con más frecuencia al árbol, con un chiste cada vez más malo, hasta que el árbol se reía cada vez menos.
Finalmente, todas las hojas del árbol se habían caído. Ya no existía más. El viejo, aturdido por su pérdida, con lágrimas de desesperación en sus ojos, se tiró a un lago cercano. Al instante de eso, las raíces del árbol lo fueron a buscar, haciendo de él uno con la corteza. Nuevas hojas brotaron y el árbol volvió a estar vivo.
– ¿Sabía usted, señor lechero, que hay un árbol que da dinero en el bosque de almendros? Pero no le recomiendo que vaya, es un amargado.